El coronavirus se 'cuela' en el concurso de relatos de IDEAL | Ideal

2022-08-12 10:55:55 By : Ms. Vicky Jiang

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Una joven de 18 años denuncia un supuesto pinchazo en la feria de Almuñécar

Dibujo ganador: Blanca Prieto Gómez 12 años

Un año más, IDEAL ha organizado su concurso de relatos y dibujos de invierno. Como en cada edición, todos los relatos que se presentaron a este concurso se publican en el suplemento especial que este periódico publica el 24 de diciembre junto a los dibujos recibidos para el concurso de tarjetas navideñas.

Blanca Prieto Gómez, de 12 años, es la ganadora del Concurso Infantil de Christmas que convoca IDEAL entre los más pequeños. Su dibujo ha resultado premiado con un viaje para dos personas a Canarias y se publicará en la portada del suplemento de Relatos de Invierno en el periódico del próximo día 24 de diciembre.

ANTONIO MARÍN SÁNCHEZ | Granada

Por aquel tiempo, Jororcojo ya estaba más que acostumbrado a la soledad y al retiro. Más que por su trabajo de cabrero, por su aspecto de tullido que tanta gracia les hacía a los del pueblo: ¡Mira, por allí va Jororcojo! ¡Es joroba-do y co-jo! ¡Es joroba-do y co-jo! ¡Es jorobado y co-jooo! ¡Huele a cabra y a ga-naooo! ¡Huele a cabra y a ga-naooo! Cuando finalizaba las labores de pastoreo y otras más que le ocupaban casi todo el día, se retiraba a su rincón preferido.

Hacía años que no pisaba las tabernas y, muerta madre, solo le quedaba el calor del mosto de las uvas que él mismo pisaba, el atizar las ascuas en la chimenea de su pequeño almacén de aperos en el que vivía, para sacudirse el frío tremendo de aquel invierno y remiraba las fotos que atesoraba en una lata de carne de membrillo con tapas dibujadas en las que aparecía el rostro de una hermosa mujer que sonreía. Madre y tía Luisa habían sido todas las mujeres que pasaron de manera especial por su vida. Las otras, todas las demás, eran pasto de otras eras que nunca serían la suya. Jorobado y cojo, Jororcojo.

Alguna vez, la mujer de la lata había aliviado sus penas de alguna manera, incluso se arropó agarrado a la caja de lata alguna noche de tormenta o de deseo irrefrenable. Que si un mal de ojo, que si una caída de chico, que si le habían dado de comer junto con los conejos, que si le había zurrado su padre 'el cabrero' al regresar una mala noche de madrugá con una borrachera que pilló en la posá de la Madrileña, que celebró por cobrar deudas de ganao. Nunca se supo la causa real de sus deficiencias, aunque don Anselmo, el boticario del pueblo, siempre sospechó que se debían a una poliomielitis mal curada de cuando era chico. Pero el tesoro más apreciado por él sin duda era el viejo radiocasete que un día inesperado le había regalado tía Luisa, la viuda de la beneficencia que de higos a peras también lo visitaba a él con algún que otro presente, y su única cinta que escuchó miles de veces, de Juan Manuel Serrat.

Cerraba los ojos y se dejaba ir por los acordes y por las letras de aquellas canciones que le hacían soñar. Sobre todo, había una canción con la que se identificaba y le hacía llorar. La ponía una y otra vez, temiendo que la cinta de casete se rompiese de tanto usarla y ya no poder escucharla más en su vida; se titulaba 'Curro el Palmo' y se emocionaba y lloraba con ella: «…Ay, mi amor/Que me desvela la verdad/Entre tú y yo, la soledad/Y un manojillo de escarcha…/Cómo hacer buen vino/de una cepa enana…» Y así pasaban los días y las noches; las soledades y los silencios. Hasta que se rompieron de repente y todo dio un giro en las vidas de todos: Se había declarado una pandemia terrible en la que estaban muriendo las gentes de toda la comarca. Un extraño virus se extendía con una rapidez inexplicable, cebándose cruelmente con sus habitantes. Jororcojo tuvo noticia de la hecatombe por don Anselmo. Se presentó en su casa y le explicó con evidente nerviosismo lo que ocurría, pues él llevaba semanas sin pasar por las calles del municipio. Las autoridades sanitarias estaban desesperadas y al borde del colapso. Habían recluido a las gentes en sus casas y salvo alguaciles, practicantes, municipales y sepultureros nadie podía salir a la calle. Se morían de enfermos y comenzaban a pasar hambre.

Los alimentos y residuos que quedaban se estaban quemando en hogueras púbicas y salvo algunos de ellos a los que no afectaba el virus los demás eran destruidos. «Según los expertos, Matías, la leche de cabra y de oveja puede ser la solución que detenga provisionalmente la infección, mientras consiguen en los laboratorios hacer una vacuna» le dijo, llamándole por primera vez en su vida por su nombre. Fueron jornadas agotadoras e interminables, ordeñando el ganado, pastoreándolo y repartiendo casa por casa la leche salvadora. «No me llaméis Matías» les decía una y otra vez a todos cuando depositaba en sus portales las lecheras rellenas y percibía sus miradas de agradecimiento y de cierto remordimiento por las burlas del pasado «seguid llamándome Jororcojo, yo no he cambiado, quizá vosotros sí que lo estáis haciendo».

La costumbre de dar un paseo 'apañao' se había convertido en una necesidad desde que se pudo salir de las casas tras el confinamiento que trajo la pandemia en su primera ola. Era la tarde de Nochebuena y tras ver una película de ambiente navideño, dijo en casa que iba a salir para bajar la comida y estar preparado para la cena familiar. Su casa estaba cerca de la calle Elvira. Por allí repartió los primeros saludos, más con signos que con palabras, porque llevaba puesta la mascarilla FFP2 que le acompañaba a todos lados. La mirada de los ojos, que son espejos del alma, hablaba e iba dirigida a los pocos vecinos y amigos que se cruzó con los preparativos de la 'tardebuena', que así llaman los jóvenes a la víspera del 25. Con paso lento y agobiado respirar, por lo empinado y por la mascarilla, fue subiendo la Cuesta del Chapiz, recreándose en el sol de la tarde, que apenas calentaba, y en los mil detalles de las fachadas y empedrados. Corría un poco de aire y la mascarilla hacía de bufanda y a ratos se agradecía. Aligeró el paso por la placeta de Albayda y la calle San Luis. Quería estar en la ermita de San Miguel para ver el encendido de las luces navideñas de la ciudad y de los pueblos limítrofes. Era uno de sus sitios favoritos para pensar y hacer propósitos.

Minutos después estaba ya en la Cruz de la Rauda. Se quitó la gorra y el chaquetón, pero no la mascarilla, aunque no había nadie por el camino, para subir los más de 200 escalones que conducen al mirador. Llegó cuando los últimos rayos de sol iban tiñendo de rojos y naranjas el cerro de la Sabika, con la Alhambra y el Generalife anclados en su cima. Dos parejas de jóvenes y un abuelete de aspecto deportivo, todos con sus mascarillas de distintos tipos y colores, miraban desde esa altura las cumbres de Sierra Nevada, una buena parte de la ciudad y la vega granadina. De pronto, todos prorrumpieron en un sonoro ¡ooooh!, amortiguado por las mascarillas, cuando las luces navideñas fueron encendidas. ¡Menudo espectáculo! Se abrigó, nuevamente, y con signos, miradas y pocas palabras, que parecían más ecos profundos, deseó a quienes allí estaban lo mejor para los días y el año que se acercaban. A poco que se esforzara 2021, con pinchazos de vacunas y nuevos tratamientos, seguro que sería mejor que el grisáceo 2020.

Fue tan sólo un cuarto de hora de contemplación. Vio las luces de las ventanas encendidas. Pensó que cada casa es un mundo y que hay mucho que cambiar para construir un mañana mejor. Era el espíritu de la Navidad que se iba apoderando del corazón, como siempre, en la tarde más mágica del año. Dio un repaso mental a los seres queridos. A las videoconferencias mantenidas, porque no se pudieron ver físicamente durante largo tiempo. Y puso unos cuantos wasaps enviando abrazos virtuales abundantes. Casi la oscuridad lo invadía ya todo. Tan sólo hacia la sierra de Parapanda quedaban reflejos añiles y burdeos. Las brillantes luces de Granada y de su cinturón metropolitano parecían estrellas que se habían bajado para desear paz en la tierra. Era como un belén gigante. Eso sí, muy 'granaíno'. Y con su toque de 'malafollá'. Fue su última reflexión antes de volver.

Las dos parejillas se despidieron y comenzaron a bajar juntas siguiendo la vereda que se adivinaba, más que verse. Junto con el abuelete decidió bajar en el autobús N.º 9, que se coge en la calle Andarax, a espaldas de la ermita. Hacia allí dirigieron sus pasos, no sin antes pararse en la fuente del Aceituno. Del centro de internamiento de menores llegaban músicas distintas, ruidos de platos y conversaciones en voz alta.

En el autobús, tras ponerse gel hidroalcohólico en las manos, fueron solos con el conductor todo el trayecto y, a pesar de las mascarillas, hablaron amigablemente del Granada Club de Fútbol. Anduvo ágil la Gran Vía desde los Jardines del Triunfo. Cuando llegó a su barrio, saludó como pudo a los rezagados que salían de las bodegas de comprar vermut. Todos, también él, eran como pastores, pajes y Reyes Magos que corrieran a ocupar su sitio. Al entrar en casa, hizo el protocolo de siempre, casi un ritual, para quitarse la mascarilla, la ropa, rociarlo todo con el spray de hidroalcohol, ducharse y ponerse la ropa de casa, más acogedora que la de la calle.

Los villancicos ya sonaban. Ayudó a terminar de poner la mesa. En silencio, casi todos, escucharon el regio mensaje navideño. Esta vez eran pocos en casa, pero la cena estuvo bastante animada, para las circunstancias. Al filo de la media noche la Misa del Gallo fue por televisión, con un especial recuerdo a quienes ya no estaban, a sus cuidadores, a los sanitarios y a todos los que de una u otra manera estaban en la lucha y sembraban esperanzas. Las campanas repicaron, su sonido entró por las ventanas y el mundo pareció detenerse. ¿No les parece? ¡Felices Pascuas y venturoso año nuevo 2021!

ROSA MARÍA MATEOS | Granada

No hay en la ciudad una persona más sociable que Federico Zacatín. Es poner un pie en la calle, y no da el hombre abasto con tanto saludo y conversación. Don Federico regenta con su mujer, la Puri, un puesto de pescado en el mercado de San Agustín, que tiene como reclamo el siguiente eslogan:

'Aquí compran las mujeres que cortan el bacalao'.

Mientras la Puri lleva las riendas del negocio, y te deja los boquerones sin raspa ni tripas, don Federico pulula por el mercado enterándose de la vida de los demás e invitando a café a unos y a otros. Los domingos, el pescadero prepara una paella de marisco que congrega a más de cincuenta personas, entre nietos, hijos, amigos y allegados.

Pero no todo son verbenas en la vida de don Federico, porque el pobre arrastra una mala salud coronaria que le mantiene unido a un marcapasos de litio. Su médico de cabecera, y amigo de la infancia, le pone entre las cuerdas ante la llegada de la ola invernal de la pandemia:

—Te vamos a confinar en mi cabaña de la Sierra, a ver si pasa lo peor y llega la vacuna.

El picadero del médico es una barraca de madera bien acondicionada, pero perdida en un pedregal inhóspito donde merodean manadas de zorros y nidos de víboras. Para pillar cobertura hay que subir al cerro más alto y extender el brazo en forma de parabólica. Don Federico está muy ilusionado con la aventura. Por fin tendrá tiempo para leer, retomar la pintura y llevar una vida saludable en plena naturaleza.

La primera semana rebosa de felicidad. Desde bien temprano, sale a caminar para llenar sus pulmones con el aire puro de los tomillares. Después pinta un rato a la acuarela, inspirándose en los solitarios y agrestes paisajes de roca. Prepara la comida con parsimonia, y aborda la tarde con interesantes lecturas al calor de la estufa de leña. Sus mensajes son continuos y alentadores:

—Puri, me estoy reencontrando conmigo mismo.

Durante la segunda semana, tiene los libros subrayados de arriba abajo y se inventa múltiples excusas para no salir de la cabaña. Comienza a pintar en el interior, pequeños bodegones inertes y cuadritos de flores secas. Para el almuerzo, se prepara unas tapitas de jamón y rastrea alguna lata de fabada que calentar. En las frías noches, busca el generoso cuerpo de la Puri: husmea por la almohada para encontrar el olor a gambas de sus manos y añora esos ojos acuosos suyos, tan saltones como los de las brótolas. Cada tres días, sube a trompicones el cerro para dar señales de vida:

—Puri, ¿cuántos días me quedan?

En la tercera semana, Federico Zacatín es un alma en pena. Cubre las paredes de la cabaña con insultos y grafitis obscenos. Dormita en el camastro durante todo el día y se alimenta exclusivamente de bocatas de fuagrás. No solo se bebe el surtido de licores que esconde el médico en la alacena, sino que aprende a liar cigarrillos con el tomillo y el orégano silvestre. A la Puri le llega un mensaje incomprensible.

—Puri, me cagoenrTagsfdahb y los cojOgatraxbkjAS.

El último día de la cuarentena, la Puri y el doctor abren la puerta de la cabaña. El hedor es insoportable. Atisban en la oscuridad el camastro rodeado de basura: latas a medio comer, platos sucios, colillas, botellas, pinceles y libros rotos. Acostado, se encuentra un hombrecillo con los ojos hundidos y la mirada perdida. Don Federico Zacatín levanta la cabeza y pregunta con un hilillo de voz:

—Puri, ¿me he salvado ya?

La mercería estaba situada en una estrecha calle adoquinada del centro de la ciudad. Allí, en su trastienda, pasaba Dani las frías tardes de invierno. Hacía los deberes en una mesa camilla y después de la merienda se dedicaba a jugar inventando historias en las que participaban bobinas de hilo, cremalleras rotas, dedales y botones desparejados. 

A la hora del cierre, él ya estaba preparado: bufanda, abrigo, guantes y mochila a la espalda. Así, cogido de la mano de su madre, recorría la distancia hasta su casa. El agua entre las piedras de la calzada reflejaba la escasa iluminación de la calle creando un ambiente gélido y sombrío. 

Cada día, casi a mitad de camino, se encontraban con él. La madre entonces aflojaba el paso sin llegar a detenerse. Era de mediana edad, delgado y sucio. Con el pelo largo y media cara tapada con una mascarilla. A ese señor Dani le llamaba 'el mendigo enmascarado' y siempre que pasaba por su lado, el mendigo le dedicaba un guiño y una oculta sonrisa.  En ese momento los ojos del hombre brillaban casi más que las lúgubres farolas de la calle. Allí, sentado sobre sus cartones, se quedaba esperando el momento en el que el niño se volvía para decirle de nuevo adiós con su pequeña mano enguantada. Y mientras veía a madre e hijo alejarse, se preguntaba cómo había llegado a estar así, en la calle, solo, en cómo podía ser que esos fueran los únicos instantes del día en los que podría disfrutar de su hijo Daniel.

Ismael y Roberto nacieron el mismo mes y año, con una diferencia de quince días del primero sobre el segundo. El único vínculo, además del de la amistad que se profesaban, era que vivían bajo el mismo techo.

Antes de que pudieran comunicarse por otro medio que no fueran las palabras, ya lo hacían con la mirada y cuando crecieron ya no las necesitaron. Se podía decir que existía entre ellos una relación que iba más allá de la convencional; de hecho, eran completamente distintos en casi todo. Ninguno de los dos tenía amigos, al menos, con los que se encontraran tan a gusto como se sentían el uno en compañía del otro. Los padres de Roberto lo animaban a que buscara otras amistades, porque llegaría el día en el que Ismael ya no estaría entre ellos; los de Ismael nunca pudieron aconsejarle porque jamás los conoció. Sin embargo, Roberto, nunca llegó a creerse aquello de la futura ausencia de su amigo. Ni tan siquiera comprendía qué significa.

Pasaban los años y ambos crecían de manera asimétrica; se agudizaban las diferencias, pero, a pesar de ello, a ninguno de los dos eso parecía importarle. Todo el mundo las veía, porque eran cada vez más palpables, pero a ellos les era indiferente la opinión de los demás: intuían que la amistad es un estado emocional que lo mitiga todo; era tan intensa que minimizaba todo lo demás.

Roberto se preguntaba por qué su amigo Ismael no acudía a la escuela con él. No ignoraba que era diferente a los demás niños, pero era su mejor amigo y deseaba que estuviera siempre a su lado. Un día se lo preguntó a su madre.

–Ismael no puede ir al colegio contigo, Roberto, porque la escuela no es para él –contestó esta lacónica, sin entrar en más detalles.

La respuesta de su madre no satisfizo a Roberto, así que llegada la fiesta colegial previa a las vacaciones de Navidad decidió que Ismael acudiera con él, sin consultar a sus padres. Ese día fue uno de los más divertidos para los demás compañeros del colegio por encontrarse entre ellos un invitado tan poco común. Pero no hubo demasiada diversión para ambos amigos, porque al poco de aparecer por allí uno de los profesores los llevó de inmediato a casa, no sin advertir a los padres de Roberto que eso no podía volver a ocurrir, que Ismael tenía prohibida la entrada al colegio. Ajeno a las cuitas de los hombres a este aquel incidente no le afectó, pero sí a Roberto que, declarándose en rebeldía, decidió no ir más al colegio. Esa rabieta duró tan solo un par de días, pero esa era su forma de demostrar la amistad y fidelidad a su mejor amigo.

Pasaba el tiempo y las diferencias físicas y mentales entre los dos eran cada vez más evidentes, hasta el punto de que los padres de Roberto decidieron que el asunto no podía seguir así, por lo que decidieron adelantar lo que ya estaba previsto desde el nacimiento de Ismael. Los padres de Roberto no estaban desprovistos de sentimientos y sabían que lo que iba a ocurrir en los próximos días podría convertirse en un golpe muy duro para su hijo, por lo que decidieron llevarlo a casa de sus abuelos. Para entonces, ya estaba a punto de entrar de nuevo la Navidad. A Roberto le costó mucho separarse de su fiel amigo Ismael, mucho más en esta época vacacional. En la mirada que ambos se intercambiaron se podía advertir esa desazón. Consolaron a Roberto con una de esas mentiras piadosas que los mayores utilizan para convencer a los menores, e Ismael se quedó solo en su angosto habitáculo, sin saber qué estaba pasando y, lo que era peor, qué estaba por pasar.

La mañana siguiente amaneció gélida, un frío propio de los días previos a la Navidad. La noche fue para Ismael larga y prolija en pesadillas. Advertía cómo sus congéneres se mostraban agitados y nerviosos todo el tiempo, como quien espera algo indefinido.

Al rayar el día, unos hombres fuertes y rudos sacaron a Ismael a la fuerza de su cuadra y lo ataron a un banco de ajada madera, frío y áspero. Miró a su alrededor buscando a su amigo para que lo pudiera sacar de allí, pero no logró verlo. No pudo ver nada más, tan solo sentir un frío metálico a la altura del cuello y un cálido remero de sangre, que avanzaba rápido y escandaloso desparramándose por todo su cuerpo.

Su largo e intenso gemido de nada sirvió.

CHARI RUIZ DE PERALTA | Granada

Hoy el mar está color gris ceniza, parece un cielo de entretiempo por el que las nubes pasean lentas y cansadas, muy cansadas de seguir siempre el dictado de los vientos pero este color me hace recordar cuánto le gustaba al abuelo este mar.

El abuelo adoraba el mar, era el centro de su vida. Le gustaba contar que a lo largo de sus días había aprendido a mirarlo, a buscarlo entre las sombras de los momentos oscuros, podía sentir las caricias de su eterno vaivén que, según él, le quitaba importancia a los problemas porque estos también vienen y van.

Contemplar las olas era su mejor relajante y respirar aire el marino lo revivía.

Con la espuma del rompeolas evocaba las sirenas ocultas de su juventud y a su sirena definitiva, compañera de su mejor travesía y que se marchó en silencio a volar en ese gris de un cielo otoñal en vez de nadar en el azul del mar.

Su trabajo en el puerto era duro, él lo llamaba playa de cemento, pero aprendió a no fijar la vista cerca, sobre el hormigón, sino a mirar a lo lejos para ver el brillo del agua salada en toda su amplitud, le parecía un cuadro interminable enmarcado por el cielo.

Lola Fernández Olvera. 5 años

Me llevaba con él de paseo por la orilla, nos tumbábamos en la arena, mirábamos el cielo contemplando la danza acechante de las gaviotas y sentíamos el rumor del mar dejándose robar peces pacientemente.

A veces íbamos al puerto, allí rodeados de ruidos y hedores, nos parábamos a estudiar el movimiento de llegada y salida de los barcos, había ruido de cadenas y un eco de otras jergas, parecía un mercado con muchas voces envueltas en un olor muy peculiar y específico a escamas rancias y grasa.

Al atardecer nos sentábamos mirando al frente para observar el baile de luces del crepúsculo y era cuando más le gustaba conversar, con tono bajo e íntimo generalmente, hablaba de su pasión por todo lo marinero y contaba algunas batallitas de marengo recalcitrado, sin embargo, una tarde ante lo que parece el lento bogar de un buque mar adentro, guardó un profundo silencio durante un largo rato que yo respeté con emoción, nunca había sucedido, pensé que se había ensimismado en sus recuerdos o que estaba inmerso en un interno diálogo con su amigo el mar… no comentó nada.

Días más tarde durante otro ocaso en el puerto me preguntó por la Navidad, concretamente por las vacaciones porque siempre las pasábamos tierra adentro y ese año estaba pensando en quedarnos en la costa, quería montar un nacimiento con un portal de Belén que fuese un barco, que San José fuera pescador y la Virgen María repasara redes junto al Niño dormido al arrullo de las olas.

A mí me gustó mucho la idea aunque cuando hace calor parece que la Navidad queda a años luz, y le pregunté si pondríamos árbol, me contestó que por supuesto y que le colgaríamos muchos adornos en forma de pececillos, corales y estrellas de mar… ¡qué bonita fue aquella tarde! me parecía que éramos compinches, había complicidad y me sentía importante.

Fuimos de la playa al puerto muchas tardes más, siempre me enseñaba curiosidades de las embarcaciones, las distinguía todas, me las explicaba y describía saboreando el tema y a mí me venían imágenes de película americana de barcos, me imaginaba al abuelo de almirante y a mí de grumete. Todo lo que hacía con el abuelo era grande y especial.

Cuando ya se acercaba el otoño y las tardes eran más cortas íbamos a un cerrillo que estaba al lado de la cala y así no nos salpicaba el agua y veíamos los navíos desde otro ángulo adentrarse en el mar y difuminarse en el horizonte.

El abuelo, sin dejar de mirar a la lejanía, comenzó a explicarme que cada vez que se aleja un barco produce un sentimiento de despedida pero no hay que olvidar que aunque lo vemos irse su proa surca olas hacia otra costa, siempre hay un faro en otro destino, es como nuestra vida que también es una barquilla que navega entre las calmas y los temporales de los días, a veces con verdaderas y grandes tormentas que hacen naufragar y tener alguna pérdida pero que tras la tempestad vuelve la calma y un hermoso arco iris brilla de nuevo… repitió varias veces lo de las pérdidas o los barcos que se alejan y algo de que siguen navegando en el mar de nuestros recuerdos especialmente en la memoria de nuestros corazones.

Mi abuelo no llegó a ver el belén de San José pescador ni el árbol cargado de peces y caracolas, yo sí lo monté, se lo dediqué a él intentado que mi corazón no zozobrara en el maremoto de mis lágrimas…

Ya han pasado muchas navidades y hoy, veinticuatro de diciembre, he conseguido que mis nietos monten un belén y se lo han pasado muy bien, me he emocionado recordando al abuelo marino y me he divertido mucho viéndolos colocar todas las figuras, más lo que les ha dado la gana, pero ¡cuánto han cambiado las cosas! por supuesto que no hay barco, ni marinos, ni peces, pero eso sí, los pastores llevan mascarilla y algún teléfono móvil… o tablet…

Nos hemos hecho un selfie para el recuerdo, su recuerdo.

Como cada mañana, desde hacía treinta años, se levantó sin necesidad de que sonara el despertador. Miró la fecha: 22 de diciembre. Se sintió dichoso de seguir teniendo la ilusión de compartir. De seguir amando a su mujer. De seguir luchando a pesar de todo, lo único que no había cambiado en todo ese tiempo, y más todavía, desde la última conversación que había mantenido con Nuria la noche anterior. Ella le habló de la extraña sensación que tuvo cuando se desmayó días atrás. «Es como si mis pensamientos abandonaran mi cuerpo y yo hubiese viajado fuera de mí en el tiempo. Nunca me había pasado nada igual. Menos mal que apenas duró unos segundos, pero cuando volví en mí me asusté muchísimo, porque al principio no te reconocí. Era como si tú no hubieras existido en mi vida», le dijo.

Sin embargo, a él le ocurría el efecto contrario, porque desde que se lo contó no dejaba de pensar en qué habría sido de su vida si ella no hubiese estado a su lado. «Sería un héroe desorientado», se dijo. Él no estaba preparado para explorar las coordenadas del olvido de Nuria. Y, esa angustia que le llevó a su mujer a desmayarse, a él se le había quedado hecha un nudo en la garganta. Anoche, por ejemplo, no supo qué decirle más allá de abrazarla en la cama y quedarse dormido a su lado. Hoy, sin embargo, al despertarse, y mientras ella dormía plácidamente, sintió la necesidad de contarle que él la seguía queriendo como el primer día.

Por alguna extraña razón siempre imaginó que él sería como uno de esos héroes de la Antigüedad que abrían nuevas rutas a otros. Pero por muchas vueltas que le diera, tenía que admitir que sus ensoñaciones no eran las de un adulto sino más bien las que gobernaban la ilusión de un adolescente. Las de un adolescente que un día se enamoró de Nuria. Muchas veces había soñado que él protagonizaba una hazaña que ella nunca olvidaría, como si de verdad fuese uno de esos héroes con los que él había fantaseado desde pequeño.

Sin embargo, ¿qué difícil era sustraerse de su vida rutinaria de padre de familia y empleado público? Quizá, por eso, antes de salir de casa tuvo esa íntima necesidad de realizar una hazaña que fuese tan increíble que ella no podría olvidarla jamás. Y se volvió a repetir: el héroe desorientado. O al menos así se sentía él, en un mundo, donde la posibilidad de lo imposible solo se convertía en realidad en las películas de aventuras o en esas otras, mitad mitológicas, mitad fantásticas, que nos invadían por Navidad. Ya en la calle regresó a esa pregunta que antes había esquivado. ¿Él sería tan importante para su mujer como ella lo era para él? Siguió caminando sin poder responder a esa cuestión. Iba mirando al suelo para evitar caerse por la cantidad de hojas mojadas que había tras una noche de lluvia y viento. En uno de sus zigzagueos vio un décimo de lotería tirado en la acera.

Sin pensarlo se agachó a recogerlo. Lo miró extrañado, porque el número coincidía con el día que Nuria y él comenzaron a salir juntos. Se paró y sacó su cartera del bolsillo del pantalón. Extrajo de ella un décimo de lotería antiguo. Un décimo cuya numeración era la misma que la del que se acababa de encontrar. Le dio la vuelta y vio la firma de Nuria y la suya con una breve frase escrita encima de ellas: «Por toda una vida juntos». Al recordar aquel día de nuevo se sintió con fuerzas para volver a intentarlo. Nada más llegar a casa, después del trabajo, le dejaría a Nuria ese décimo encima de su mesilla, pero esta vez lo haría para que los recuerdos de Nuria le siguieran haciendo un hueco en su vida.

A continuación relataré, asumiendo el papel de narrador omnisciente, el curioso hecho acontecido durante la guardia de Nochebuena del año 2020 en la segunda planta del Hospital San Cecilio de Granada.

La doctora Elena P. consideró que, estando sola en la sala de trabajo, podía desprenderse unos segundos de la agobiante doble mascarilla que empleaba en la planta Covid donde era coordinadora y responsable. El médico residente ultimaba un ingreso en urgencias mientras ella revisaba los historiales de los treinta nuevos hospitalizados. Eran las cuatro de la madrugada. Ni si quiera había cenado. Ni si quiera había telefoneado a su familia. Frotaba los ojos con las manos para aliviar el picor, la astenopia que fatiga los párpados. Pocos rostros en el Hospital poseían la gracia y la bondad de la faz de la joven doctora. Ambas virtudes podían percibirse atravesando la barrera infranqueable de las mascarillas que ahora colgaban de su oreja derecha.

Irene, la enfermera, abrió la puerta de la sala de trabajo con brusquedad.

—El de la ocho uno se muere, Elena.

El mensaje era seco, inapelable, certero como una puñalada.

Se trataba del ocupante de la habitación 2108-1, un hombre de setenta años de origen irlandés afincado en Belicena desde hacía seis primaveras. La fiebre y la hipoxia provocaban que hablara noche y día en una extraña lengua que el residente, ocasional visitante de Irlanda, identificó como gaélico. En semejante situación, el pobre hombre solo acertaba a articular su lengua materna, su críptica lengua celta. Se llamaba Turlough O'Carolan.

La médico tardó segundos en medio vestirse con un equipo de protección individual para auxiliar al enfermo. Atravesó el pasillo cruzando el familiar olor a orina y desinfectante perenne en el lugar. Al entrar en el cuarto, el paciente de la cama 2 volvió la cabeza, disimulando la congoja. Dicho paciente falleció tres días después.

O'Carolan la miró con desesperación mientras agonizaba, mientras luchaba por respirar poseído por la conciencia de la muerte, con esos ojos náufragos, sedientos de aire; todo él afanoso por hacer algo tan sencillo como exhalar e inhalar. Ese trabajo usual se había transformado en un esfuerzo tan titánico como inútil, en una voluntad brutal.

Las instrucciones de la doctora eran precisas, breves. Subir el flujo de oxígeno, suministrar una dosis escasa de cloruro mórfico… mientras comprobaba los datos del saturímetro, con su lucecita roja casi navideña en el dedo índice del moribundo. Entonces éste habló, y lo hizo de manera inteligible.

—No me quiero morir aquí, doctora. Quiero regresar a mi ciudad, a Tralee, y recorrer la calle del Castillo hacia la taberna de McCarthy para tomar una pinta en el local estrecho, junto a la chimenea; o ver el golf en la televisión del salón del fondo, donde hay sillones rojos. No me quiero morir aquí doctora. Quiero contemplar las colinas verdes por vez postrera y caminar entre turberas mojándome bajo la lluvia clara. No me quiero morir aquí, doctora, necesito regresar adónde habita el viento para despedirme de él. No, doctora, no me quiero morir aquí.

Tardó mucho en decir todo ello, hablando de manera entrecortada y apenas audible, con el lenguaje angustioso de los ahogados.

Mientras, la médica vigilaba anhelante el saturímetro y miraba de reojo el carro de parada que Irene, atenta, colocó junto a ella. Tranquilizaba a O'Carolan asegurándole que volvería a Irlanda, que debía evitar fatigarse y centrarse en respirar. Ella hablaba con rapidez y dulzura, esa dulzura tan inconsciente como veraz que adorna a algunas personas. Advirtió que el residente estaba allí, con su EPI demasiado holgado, mirándola de hito en hito con aire pasmado y comprobando que la luz del laringoscopio funcionaba, por si era necesario intubar.

Así fue. El enfermo claudicó. Paró su respiración y antes de que su corazón también lo hiciese, Elena extendió su cuello y adelantó con los dedos la mandíbula ya fláccida. Diestramente abrió las fauces con el laringoscopio e introdujo el tubo para respirar. En ese momento llegaba el médico intensivista de guardia, que se hizo cargo del enfermo.

Como narrador omnisciente, afirmo que Turlough O'Carolan permaneció seis días en la UCI del hospital, más otros quince ingresado en la cuarta planta. Sobrevivió para retornar, un tanto maltrecho, a Irlanda. Desde entonces se le puede ver con regularidad en el número 25 de la calle del Castillo de Tralee, en el pub McCarthy, saboreando una cerveza sosegada pero sin perder la impresión en la retina del Mediterráneo granadino. También conservó el sello indeleble de quién fue arrancado del abrazo de la misma muerte para poder pasear lloviendo entre turberas y contemplar las colinas verdes. Sí. Como narrador que todo lo sabe, así lo afirmo.

Mas retrocedamos en el tiempo a aquella guardia hospitalaria.

La doctora comprobó que el residente la miraba asombrado tras la situación vivida.

—¿Has visto? —dijo ella—. De repente hablaba muy bien el español. —La médico se frotó la cerviz, donde se tatuó años atrás un Triskell, un símbolo de la Trinidad celta.

—¿Español? —El residente permanecía con cara de estupor. —No ha dicho ni una palabra en español. ¿Tú desde cuándo hablas gaélico?

Ella no respondió. Calló con extrañeza mientras acariciaba su Triskell con la mano derecha.

En el exterior amanecía el día de Navidad.

Resulta que es cierto, hace frío, un frío intuido que no encoge los poros, una no sensación cálidamente fresca, casi congelada, que penetra en dirección prohibida hacia afuera. Un frío azul, tenue, escurridizo, lejano y poco salado. Fingida escarcha inyectada en vena.

¡Ah! ¡Este tiempo impredecible! Lo mismo deja de llover que rápido luego nos truena. Doblemente cristalizados los ojos, aislando la mirada, retrocediéndola, desierta de perspectiva, ensimismada en ingrávida memoria.

Hay otras cosas que no están: murmullos, llantos, sollozos, silencio, gente, viento, flores, resignación, recuerdos.

…junto a las flores recuerdo los murmullos, llantos y sollozos de la gente que, en silencio, el viento me trae con resignación…

Quiero aquí detenerme, aunque no puedo, ya estoy quieto y algo que está quieto no puede pararse, entonces debo decir: quiero aquí seguir quieto y rememorar algunas secuencias anteriores al frío. Advierto que no necesariamente son más calurosas pero sí más coloridas.

Cerca de la lejanía, lejana casi, queda la memoria. Experiencias que llegaron posteriores pero intensas, aumentadas de sensaciones, salpicadas de frescas gotas de rocío nocturno, anochecido.

Se me van del olvido los atardeceres anaranjados que acurrucaban el horizonte impregnándolo, cantándole una nana para que sueñe que no es infinito, que se acaba, que con él todo termina, que después está la nada.

Ocurre lento, primero se empapa la retina de nostálgica reminiscencia del mañana, evacuando alegría, gozoso de estar allí meramente observando. Después, sutil, aparece y persiste la oscuridad. Así todo concluye.

Sustraído del mundo, el mundo menos yo, sensible a lo insensible, apartado, estable, contemplado, contemplativo.

He me aquí estático, seguro de no ser persistente, finalizado, terminado, opaca la mirada, venido a menos, a nada, marchito, pétreo, desierto, ausente.

El viento incumple su promesa y hoy sopla del noreste, fresco y arriesgado. Tiene prisa, viene fuerte azuzado por las nubes, sube, baja, suspira, despoja. Ladrón de hojas. Lisonjea con las piedras que se resisten a la tentación de rodar, casi las veo cerrar los ojos, enraizar, oponerse a volar, no sueñan con alas, les pesa más la realidad.

Arrastra remolinos de agua seca sedienta de horizonte, buscando ojos, que no miradas, encontrando anocheceres y tímidos labios que no quieren besarlo, prietos, agarrotados de silencio.

Ofendido se torna en brisa, susurra, murmura, balbucea un lamento triste.

El árbol caído ya no silba. El árbol roto, quebrado, ya no siente las caricias. Ya no cree, se olvidó de crecer. Ya no crece, se olvidó de creer.

«Un día más me quedaré sentado aquí, en la penumbra de un jardín tan extraño».

JOSÉ VAQUERO SÁNCHEZ | Atarfe

Corría un día de la Navidad de un año que terminaba. Esa tarde salí al patio de mi casa para sacar de paseo a mi perra, 'Ona', una dócil, inteligente y preciosa hembra, de raza 'Labrador' y de color canela, a la que solo le faltaba hablar. Al acercarme a ella, como siempre que lo hacía, saltaba loca de alegría. Le enganché su correa en el collar y salimos a la calle. No habíamos dado dos pasos cuando observé que se tambaleaba. —Ona, Ona, qué te pasa—, le dije. Al poco tiempo cayó desplomada al suelo de la acera. —¡Carmen, Carmen!, ¡la perra!, ¡que se nos muere!— grité a mi esposa, muy nervioso. Mi esposa salió como una exhalación. —Quédate con ella, mientras saco el coche—, le dije.

Lo saqué lo más rápido que pude. Entre los dos la subimos al asiento de atrás, y Carmen se sentó a su lado. Velozmente, bastante alterados, llegamos a la clínica veterinaria más cercana. Al llegar, inmediatamente me apeé y llamé al veterinario, que salió y la examinó. Desgraciadamente, solo pudo certificar su muerte. Cogimos su cuerpo inerte dejándolo en la clínica para su posterior incineración. Tenía 12 años. Su pérdida nos causó un profundo dolor.

Resignados con él, subimos al coche y regresamos a casa llorando. Por el trayecto, a medida que nos acercábamos a nuestro hogar, comenzaron a caer unos gruesos copos de nieve. Pronto la nevada se intensificó. Cuando llegamos, tras aparcar el coche y subir por los corrales al patio, éste estaba cubierto de un delicado manto blanco, y la estatua de 'Ona', revestida de una preciosa capa de piel de armiño. El primer hecho que rememoramos mi esposa y yo al entrar a la salita anexa al patio, ocurrió otro día de la Navidad de hace 9 años.

Daniela Sánchez Gallardo. 11 años

El viento gélido que corría al amanecer nos flagelaba el rostro mientras, en la calle, mirábamos nuestra vivienda, que ardía por los cuatro costados. Las inmensas llamaradas iluminaban el cielo de un color amarillo-rojizo. Contemplaba el dantesco espectáculo, acompañado de mi esposa, mis dos hijas y mi perra. Ésta tenía una caseta que le había hecho en el patio, y a éste se accedía desde la salita, en donde pasábamos la mayor parte del día. Una estufa alimentada con tarugos de madera la caldeaba, y en ella había también una mesa camilla vestida con su ropa. Los vuelos de sus faldones tapaban nuestras piernas y, encajado en el hueco circular de su tarima, un brasero eléctrico nos calentaba.

Ese día lo pasamos sentados a su alrededor. Allí estábamos protegidos del frío. Para salir al patio había una puerta que dejábamos entornada por si 'Ona' quería entrar. Con el frío glacial que hacía, la abrió, empujándola con sus patas delanteras, y se recostó al lado de la estufa. Tras cenar, subimos a los dormitorios para acostarnos. Siempre revisaba todos los aparatos enchufados para dejarlos apagados, pero quiso la mala fortuna que, esa noche, me dejara encendido el brasero.

El calor que emanaba de las resistencias fue requemando la tarima, ésta prendió las ropas de la mesa camilla y, en poco tiempo, la pequeña habitación era una bola de fuego que se expandió al resto de la casa. Antes, el fuerte olor a quemado y el humo, habían alertado a 'Ona', que subió por las escaleras que conducían a los dormitorios dando unos enormes y lastimeros ladridos.

Nos despertamos sobresaltados y, cuando bajamos, ya el fuego se había propagado, así que salimos corriendo a la calle tras abrir precipitadamente la puerta de la casa. La virulencia de las llamas era tal que, en poco tiempo, ésta había ardido por completo. Desolados, nos abrazamos a 'Ona'. Ella nos correspondía dándonos unos cariñosos e intensos lametones. Esa noche, dormimos en la casa de los padres de mi esposa, ubicada en el mismo pueblo.

Allí vivimos hasta que construimos una nueva vivienda con la misma distribución de la antigua. En el patio, le hice una nueva caseta a mi can, y enfrente, le coloqué una estatua que había encargado a un escultor amigo mío. En el frontal de su pedestal puse una placa con un texto que, con letras doradas, decía: «a 'Ona', nuestra fiel y valiente perra que, con su arrojo, nos salvó de una muerte segura». Era mi homenaje a ella. Unos años más tarde, la fatalidad quiso que no pudiéramos salvar la suya, aunque siempre permanecería su recuerdo en nuestra memoria y la de nuestros descendientes. Aquella talla siempre lo mantendría vivo. Hoy, al pasar a su lado con uno de mis nietos, este leyó su inscripción y me preguntó: —Abuelo, ¿cómo os salvó la vida? —Yo lo senté entre mis piernas y le conté la historia.

Al igual que su madre solía llamar a Granada la ciudad blanca, por la nieve que hasta ella derramaba la sierra y lo mucho que ambas gustaban de pasear cada recodo de esos senderos, ebrios de palidez, cada vez que llegaba la invernada. Ahora solo podía hacerlo sola, o quizás era lo único que le merecía ya la pena. Las garras de ese invierno tan oscuro se llevaron a su madre lejos, dejando tan solo el frío, y consideraba terriblemente ingrato compartir aquello con nadie más.

El vínculo que tenían, era, bueno… como los erizos. Desde que comenzó la carrera se dedicaba a relacionar todo cuanto estaba a su alcance con el famoso dilema de Arthur Schopenhauer. También definió así la relación con su madre. Ambas sabían perfectamente cuándo era el tiempo de ser el erizo que elegía morir de frío, enarbolar la bandera del orgullo sin compartir café, palabra o porqué; y cuándo era el tiempo de disfrazarse del erizo que necesitaba el calor y elegía morir de dolor. Entonces, cercanas en demasía, despiertas y desgarradas en discusiones vehementes, se clavaban las púas una a otra desangrándose de pura vida.

Tal era su obsesión con esos animales que realizó su tesis doctoral sobre la biología y comportamiento de los mismos. Y con más arrojo desde el día fatal, su único cometido era caminar por la nieve, retrocediendo a la infancia, recitando en susurros aquella eterna parábola.

Ese invierno frío, más frío del que nadie hoy pueda recordar, tiñó la ciudad blanca de negro con el polen de la enfermedad. Los más sensatos se protegían de este cubriendo sus bocas; los que menos, cubrían sus ojos. Como más tarde supo, la madre cayó presa de ese mal. Enfermó de forma tan súbita y voraz que ni siquiera pudo despedirse de su hija, la cual, atormentada y más obcecada que nunca en el país de las púas y las distancias, subía día tras día hasta la sierra a emprender su desfile bajo cero. Golpe y nostalgia, a veces llanto, otras suspiro, comprendió que la vida no camina hacia atrás. No quedaba patria a la que escapar. Tan acertada y acorralada se supo que se avivaron las llamas del frío y sintió la vida de usar y tirar.

Días antes de Navidad comenzó a observar la mella de la tristeza y la ansiedad en su complexión. En el mapa de huellas que esbozaba sobre la helada observó mechones de su cabello, que se desprendían como si fuese lo natural. Palpaba el frío, frío, siempre frío, un frío impetuoso que la arrastraba hacia ninguna parte. Caída la noche al llegar a casa, era incapaz de comer más de un par de piezas de fruta o verdura y de cerrar los ojos.

En la mañana del 24 de diciembre no consiguió salir de la cama. Sus ojos cegados, sin motivo aparente, evitaban el sol a toda costa. Así, esa misma noche, carente de luz y compromiso, subió al coche y, de nuevo, se hizo al monte. Caminó y caminó bajo un diluvio de mil guiños celestiales hasta que no pudo más; hasta que los dedos de las manos, envueltos en lana, quedaron sin sensibilidad; hasta que la rubia tez de su cara se desgañitó bermellón; hasta el crujir de sus rodillas al abatirse arqueadas. Y cautiva de un frío ufano se hizo un ovillo allí mismo, sobre el manto de hielo, sumergiendo la cabeza entre sus piernas y respirando muy fuerte.

Cuando el tenue sol del día de Navidad fue a despertarla solo encontró un montículo de pelo y ropa invernal, bajo el cual asomó con cautela un pequeño erizo, moviendo la nariz de un lado a otro, que se abrió camino entre la nieve como si esta le quemase. Y se cuenta que un lugareño lo vio alejarse a toda prisa, se acercó hasta el sitio y, extrañado, observó que aquello de entre lo que escapó era la ropa y pertenencias de la mujer, de la que no quedó otro rastro, más que su coche inerte.

Investigado el caso a raudales y sin explicación coherente alguna se hizo famoso entre las gentes del lugar, y terminó por convertirse en una de esas dudosas leyendas con múltiples versiones. La más extendida fue, curiosamente, la más parecida a la realidad, la de la mujer que, desconsolada al no hallar la distancia óptima con los seres más queridos, terminó perdiéndolos y convirtiéndose en erizo para semejarse a ellos. Otra de las interpretaciones añade, además, que quien sube en Nochebuena a Sierra Nevada y camina lo suficiente, terminará por encontrarla guardada de un corro de esas criaturas. Sin rezo ni temblor estará situada entre ellas con detalle y estrategia, descubierta al fin esa distancia que nos salve. Sin sufrir el dolor desnudo de las espinas y sin sentir demasiado el frío. Como los erizos.

José Luis ni siquiera recordaba bien por qué habían comenzado a discutir. La tormenta pudo desatarse a cargo de la mudanza, el deseo de Sara de mudar de barrio para cambiar de vida, la decisión de esos pequeños detalles que tanto le irritaban. El origen del desencuentro era lo de menos, en los últimos meses, resultaba sencillo que acabaran discutiendo por cualquier cosa. El arrepentimiento llegaba como suele hacerlo: tarde. Normalmente José Luis no necesitaba más que el trayecto hasta el trabajo y un rato de conducción en silencio para darse cuenta de que, una vez más, la culpa era suya. No solamente de aquella discusión sino de todo lo que les ocurría como pareja, de lo que había sucedido con las chicas anteriores. Demasiadas tragaperras. Demasiado póker. Muchas pérdidas, demasiadas horas fuera de casa (casi todas), demasiado cubateo. Una de las grandes verdades que Sara había lanzado en aquella última discusión, y la que más le había dolido precisamente por ser acertada, era que a qué venía tanta protesta por su deseo de mudarse, si de todas formas él paraba tan poco en casa. Era justo que eligiese dónde vivir quien realmente pasaba tiempo en el lugar que ninguno de los dos se hubiera atrevido a llamar hogar. Con decir el piso parecía suficiente de momento, a ver si en unos meses no estaban cada uno por su lado y había que hablar de los pisos, en un plural de separación.

Porque el destino nos regala siempre que puede una paradoja con la que jugar, José Luis, una persona que jamás había creído en la Navidad ni había hecho mucho por celebrarla más allá de las cuatro convenciones obligadas, encontró trabajo después de dos años en una empresa de decoración eléctrica que instalaba la iluminación festiva de la ciudad. Compartía trabajo con Ricardo, un viejo instalador a punto de jubilarse, quien afirmaba haber puesto en su vida bombillas como para hacer un camino iluminado desde Granada a Santiago de Compostela. Lo explicaba así a todo el mundo, y a José Luis le gustaba la imagen mental de ese camino de luces que cruza un país como metáfora de una vida. Cuando se decía que tenía que cambiar, comenzando por quitarse del juego y el trasnoche, una voz en su interior le arrojaba la imagen contraria, haciéndole ver que si quisiera emular a Ricardo, el único camino de vida que en su caso podría verse sería el de muchas botellas de JB y los restos de las barajas de timbas perdidas —las más— y ganadas —las menos—.

Un veinticinco de noviembre su suerte cambió. De manera insólita se abrió ante él el principio de un nuevo camino, esta vez con más luz que sombra. A lo largo de su vida, José Luis se resistirá a llamarlo milagro navideño, con ese adjetivo. Pero en su interior sabía que recibió una ayuda de alguna parte, de alguna forma, y lo importante no era saber qué apellido poner al hecho sino agradecer en lo más profundo que hubiera ocurrido.

Nana Yonehara Yayama. 10 años

La mañana en que discutió con Sara a cuenta de la mudanza, al abrir una de las cajas de cartón en las que venían alojadas las bombillas de reemplazo —era común que alguna se arruinara en los nueve meses de almacenaje, por humedad o simple aplastamiento—, se llevó la sorpresa de que una de ellas, sin explicación posible, parecía encendida. De su interior provenía un destello leve, casi inapreciable. Tan sutil que probablemente hubiera pasado desapercibido si no hubiera abierto la caja en la semioscuridad del cajón de la furgoneta. ¿Qué remanente eléctrico podía mantener aquella incandescencia de luciérnaga? Sin explicación para aquello pero suficiente curiosidad para no dejarlo estar sin más, metió la bombilla en el bolsillo de su ropa de trabajo.

El José Luis que llamó a Sara el veinticinco de noviembre después del descubrimiento de aquella bombilla especial era tan distinto al que ella conocía que la primera reacción de la chica al escuchar todas aquellas frases de arrepentimiento y el número de promesas que marcarían su nueva vida fue preguntarle si se había tomado algo raro. El joven se limitó a contestar que simplemente había encontrado el momento de cambiar, algo que suena bien pero que cuesta creer si estás al otro lado del auricular. Temía perderla, dijo muchas veces, pero por supuesto no mencionó nada sobre la metáfora de las luces de su compañero Ricardo y la ilusión de tener una pequeña luciérnaga en el bolsillo.

Sara no se creyó una palabra, naturalmente. Las promesas de un jugador valen el peso de un naipe. Solamente José Luis, con su pequeño milagro en el bolsillo, estaba seguro de que esta vez era la verdadera. Lo tuvo aún más claro cuando, después de prometer lo que habría de cumplir, metió la mano en el bolsillo de su mono y extrajo aquel mismo objeto maravilloso, esta vez furiosamente encendido. Refulgente como un ascua.

Aquella semiesfera de cristal seguiría encendida casi un mes, obrando el milagro de un cambio hasta el día en que Sara y él estrenaron su nuevo piso, su nueva relación, su nueva vida juntos. El veinticuatro de diciembre, aquella bombilla extraña que era la primera del nuevo camino de José Luis se apagó para siempre.

MANUEL LEÓN PADIAL | Granada

Incorpóreo, translúcido, escuálido, macilento, semejante a una hoja de celofán que se descuelga por el peso y el tiempo al sol en la luna de una papelería para sacrificarse porque dentro del escaparate todo siga con su colorido y su vida expuesta y feliz, el espíritu de la Navidad recorría las calles de Casillas del Condado a las cuatro de la tarde, justo después de comer, cuando quien no está en casa está en el campo rematando la jornada mientras las calles del pueblo esperan desiertas la puesta de sol, y con una pena honda como aguas abisales que no han conocido la luz, el espíritu entonaba versos agitanados y de una obscura belleza triste mientras paseaba las calles con calzadas de piedra, aceras estrechas empedradas con motivos geométricos y casas robustas de una sola altura con más de cien años.

Era el día dieciocho de noviembre conmemoración de san Odón y aún no había caído un copo de nieve en Casillas, lugar de imposible localización geográfica por no figurar en los mapas, lo que les explicaron desde instancias del Estado como un imperdonable error tipográfico y no entendieron lo que les fue dicho de viva voz por un funcionario que actuó de emisario: Nuestras pesquisas han concluido con que Guguel no registró el pueblo. Aquellas palabras como un enigma sembraron inquietud en unos y entretenimiento en otros que pasaban buenas horas del día tratando de comprender qué quiso decir el mensajero del Estado.

Reinaba el desconcierto en la plaza, en el pequeño café, en el ánimo de quien labraba a solas lejos del centro. No sentían agravio porque no fuese su nombre en los mapas, sentían agravio por cómo el Estado había pasado por alto al patrono santo Odón de Cluny de quien la tradición popular aseguraba que de joven se perdió en un viaje al sur y que llegando al Arrabal del Condado, hoy Casillas, se sentó a descansar en un asiento junto al arroyo en cuyas aguas alivió su sed; entonces se acercó a él un labrador que le sacó de su extravío y le explicó cómo seguir al sur. San Odón agradecido al labrador irradió y transmitió a las aguas un carácter alegre y bondadoso y un espíritu que desde Difuntos anunciaba la proximidad de la celebración del nacimiento de Jesús.

De San Odón a Navidad en Casillas dieron vueltas al enigma mientras el espíritu de la Navidad se paseaba melancólico y trataba de proteger como el celofán del escaparate las formas vivas y coloridas con sus fondos de mensaje alegre y de felicidad que guardan los días de Navidad.

Salvemos la Navidad, esa sombra que divaga —dijo alguien. A lo que el espíritu respondió:

Hay navidades de infinidad de formas, y aun siendo este lugar con sus habitantes una excepción excepcional, y a pesar de que a ratos me abate el modo en que se entiende por el resto del mundo, la Navidad no necesita que la salven. Navidad es el modo de lanzar los hilos unánimes del amor en los mares de la esperanza para compartir la vida y no olvidar, hilos duros, fuertes, resistentes como el sedal para no olvidar, para no hacer de menos a quien nos mostró que el pasado sirve para crecer, que somos fanales, pequeñas gotas de luz que juntas apagan las sombras y que esa fuerza iluminadora es poderosa y capaz de cambiar las cosas, las menudas y las importantes. La Navidad mantiene vivo ese recuerdo, por ello la Navidad nos salva.

GEORGINA PÉREZ ROMERO | Granada

Mi abuela María era una mujer muy morena, tanto que a veces cuando la miraba con su tonalidad aceituna me parecía una extraterrestre. Tenía los ojos muy pequeños, como dos cabezas de alfiler atezadas que atravesaban con su alegría a todo aquel que los miraba. Nunca jamás la vi triste, ni siquiera cuando le diagnosticaron Alzheimer y se dio cuenta de que nos iba olvidando.

Cuando me recogía del colegio por las tardes, las demás abuelas siempre le preguntaban que si era adoptada, que si me habían recogido en Rusia. Y ella se enfadaba, se enfadaba muchísimo, porque decía que yo era algo muy suyo y que iba a ser la rubia más lista y con más carreras de todo el Zaidín. Después de unos quince minutos llegábamos a su casa. Una casa oscura, llena de antigüedades y de pájaros que tapados por oscuros paños escuchaban sin cesar una cinta con gorjeos para aprender a trinar y que mi abuelo ganara cientos de concursos con los que rellenar su estúpido estante para premios. A veces me pregunto como un ser con tanta luz podía vivir en un sitio tan sombrío con jilgueros enjaulados y cuadros con hombres portando cruces ensangrentadas.

Nicolás Ortega Díaz. 6 años

Lo mejor de aquellas tardes para ella era abrir su hueco secreto en el cajón de la costura y compartir conmigo su afición escondida, esa de la que nunca le hablaba a nadie porque temía ser el objeto de sus burlas: el cine clásico y los actores de los años dorados de Hollywood. Mi abuelo no la dejaba ver a aquellas señoras con esos vestidos y esa idea estúpida de mujeres fuertes e independientes que le enseñaba Katharine Hepburn… Pero allí, en aquellas tardes de primavera refugiada del mundo con su nieta veía una y otra vez aquellas cintas prohibidas que la hacían creer que podía ser quien quisiera y a mí siempre me gustaba animarla a pensar que aún podía serlo, que aún se podía pintar los labios rojos como Gilda, que aún podía desayunar en Tiffany's como Holly o que aún podía aprender a cantar como Eliza Doolittle.

La actriz que más le fascinaba era Marilyn Monroe. Yo suponía que porque era todo lo contrario a ella y cuando le preguntaba siempre me contestaba lo mismo: «Porque hace lo que quiere, es una mujer libre. ¿No te das cuenta?». Y yo… no lo entendía. Le encantaba contarme anécdotas sobre ella, como que los periodistas escribían en sus cabeceras que solo era bella por los vestidos caros que le engalanaban y a lo que ella contestó haciéndose fotos con un saco de patatas o que cuando salieron a la luz sus fotografías desnuda animó a todo el mundo a comprarse la revista porque se veía maravillosa.

Y juntas, contra todo, reíamos e imitábamos a nuestras actrices favoritas. Aún recuerdo su olor a colonia de hombre porque no podía comprarse su propio perfume y su rebeca rosa con perlitas que me gustaba girar entre sus hilos… pero un día mi abuela desapareció y en sus ojos como alfileres atezados no podía encontrarla. La busqué y la busqué pero aquella señora no era mi abuela. Las tardes de primavera se fueron con ella y ya no nos dejaban quedarnos a solas... todos pensaban que se había vuelto agresiva con la enfermedad pero yo que la conocía bien sabía que lo que tenía era miedo, como aquellos pájaros que nunca habían visto la luz y que arañaban sus jaula para salir y ser libres. Le ponía sus películas de Marilyn pero aquella falda en vuelo ya no le suscitaba ningún interés, ni el leopardo Baby con su collar de diamantes la hacía reír, ni siquiera Cary Grant y su arsénico le dibujaban una sonrisa…

Hoy, mientras escribo, miró la caja de latón que saqué de aquel hueco secreto del cajón de la costura el día que murió y siendo aún una niña para que nadie la encontrara. Dentro de aquel cofre del tesoro conservo sus dibujos y en cada trazo percibo una sensibilidad y un don que nunca nadie dejó salir, también hay fotografías de sus amigas de juventud, sus adoradas cintas con sus películas favoritas y un pintalabios rojo que le regalé y que nunca se había podido poner. Y entonces… sonrío para mí, porque hoy entiendo sus palabras y me doy cuenta de que ahora es libre, de que ahora puede ponerse la falda de vuelo por encima de los tobillos, de que puede salir a trabajar sin el permiso de su marido, de que puede dibujar sin miedo a una paliza por no estar cosiendo, de que puede pintarse los labios de rojo putón y de que puede ser la mujer que siempre quiso al lado de su adorada Marilyn.

Y aunque cuando me acuerdo de ella no puedo evitar llorar no me apena que esté lejos de mí, me apena que no pueda ver lo oscuro que se ha quedado el mundo sin ella, que no pueda ver como veo con mis hijas las pelis de Marilyn, que no pueda ver mis labios rojos o mis clases de pintura con mujeres con la edad que ella tenía que pintan, escriben y viajan hasta Tiffany's para desayunar como Holly.

A mí abuela María Monroe…

JUAN COBA | Ronda (Málaga)

Desde los albores de la Navidad, estas fechas siempre fueron para reencontrarse con los seres queridos, para compartir, para sacar lo mejor que llevamos dentro. Pero, a veces, no todo el mundo está dispuesto a sacar a relucir tan dignos sentimientos. Este es el caso de Rafael, un gruñón vecino de un pintoresco pueblecito de Extremadura.

—Maldita Navidad. Ya estamos otra vez; que si pon el arbolito, que si pon las lucecitas… —refunfuñaba entre dientes, mientras quitaba el hielo de los cristales del coche para ir a trabajar.

En realidad, Rafael no siempre fue así, hubo una época que… bueno, aún no. —¿Qué, Rafael?, ¿has comprado ya las luces? Ja, ja, ja… —le decía un compañero a la entrada del trabajo. Sabían lo que opinaba de estas fiestas y lo hacían rabiar cada vez que tenían ocasión. —Reíd, reíd, que las fiestas duran poco —contestaba con sarcasmo.

Ahora sí, Rafael no siempre fue así, hubo una época en la que fue muy muy feliz. Creía en la Navidad y tenía un precioso gato negro que llamó Cascabel. A pesar de no tener familia, pues el destino lo quiso así, Cascabel era todo lo que podía necesitar. Siempre estaban juntos: frente al televisor, leyendo e incluso en el baño; nada en este mundo parecía que pudiese interponerse entre tal amistad. Pero un día, una Navidad, la tragedia los visitó. Era veinticuatro de diciembre y Rafael había salido para comprar hielo; tan solo se encontraba a unos pasos del autoservicio de la gasolinera.

—Buenas noches, feliz Navidad —dijo al dependiente. —Feliz Navidad. ¿Qué desea? —Me llevaré una bolsa de hielo y un par de latas de comida para gatos, de las de gourmet. —Marchando. Vaya, vaya…, alguien se va a poner contento —dijo el dependiente en tono afable. —Desde luego, y bien merecido, porque no podría imaginar un mejor amigo estas fiestas. —Tras la charla salió del supermercado y se dirigió hacia la casa. No podía imaginar lo que el destino le tenía preparado. Tal como llegaba al porche, Cascabel, que lo había sentido hacía ya rato, salió corriendo a recibirlo con tal infortunio que no pudo esquivar una motocicleta que pasaba a gran velocidad por la acera. Sin remedio, presenció el fatal desenlace.

Desde ese día, Rafael no fue el mismo, jamás se recuperó. Siempre andaba solo de aquí para allá. Gruñendo o maldiciendo la felicidad ajena. Pero las cosas no son siempre como son y menos como parecen… A veces, solo a veces, sucede algo sin explicación que lo cambia todo. Y esto es precisamente lo que ocurrió tal día como hoy, veinticuatro de diciembre. Rafael, como de costumbre, llegó temprano del trabajo y fue a hacer algunas compras de última hora en la gasolinera. —Buenas —dijo Rafael—. Deme unas latas de cerveza y unas cortezas. —Marchando. Disculpe, ¿no es usted quién tenía aquel gato tan mimado? ¿Qué tal está? —a Rafael se le hizo un nudo en el estómago y apenas pudo contestar. Cogió las cosas y se marchó enseguida.

Salió de la tienda conteniendo las lágrimas y sin prestar siquiera atención de por dónde iba, con el recuerdo de su gran amigo presente. De repente, y sin ningún sentido, en el total silencio de la calle sonó un cascabel. Sí, era un cascabel; el sonido era inconfundible. Inmediatamente, el sonido lo hizo reaccionar y se volvió de súbito. Pero allí no había nada, solo el eco del agudo tintineo. En ese momento, un camión que se había saltado el semáforo pasó junto a él, levantando una gran polvareda. Había estado a punto de ser atropellado. —Si no llega haber sido por el… cascabel —pensó. Un mar de lágrimas invadió su rostro; no tenía consuelo. Comprendió qué había ocurrido y quién estaba detrás. Se secó las lágrimas con el puño del jersey y corrió hasta su casa. Cambiado, feliz, con verdadera convicción de que nunca estaría solo en Navidad.

MIGUEL ÁNGEL PÉREZ | Cúllar Vega

Ahora sé que ha llegado definitivamente el invierno y no durará lo que dura una estación. Siento un frío que me hace temblar desde dentro hacia fuera. En el exterior la tormenta arrecia y la oscuridad abre sus fauces para comerse el mundo que hay ante mis ojos. Intento dar un poco de luz y calor a mi estancia. Me siento ante un viejo piano. Los dedos de mis manos parecen ramas congeladas, pero poco a poco, van arrancando notas. En unos minutos dejan de desafinar y entonan una preciosa melodía. Triste, porque el invierno es triste y envenena nuestro corazón con las ausencias. La música sigue contraponiéndose a la tormenta del exterior y llega ser tan poderosa que todo el frío y la oscuridad del exterior ya no es relevante.

Días de frío y tormentas junto al acantilado, tardes de morir lentamente en el océano que se extendía más allá de esta tierra que mira a ese mar por el que marchaste largo tiempo atrás para encontrarme. Y lo hiciste, hace mucho me encontraste en estas mismas playas rodeadas de acantilados. Pero el mar te devolvió frío a mis brazos que te esperaban desnudos entre estas arenas blancas salpicadas de mis lágrimas. Sucedió solo tres días después y no resucitaste ni fuiste mi salvador, si no mi perdición.

Ahora los años han puesto música a estas tormentas y tu recuerdo, es de algún modo dulce porque después de tantos años y una vida plena, vuelves a mí y estás presente, merodeas por mi casa rodeada de brumas y recuerdos, muchos de ellos cálidos, muchos de ellos entre tus brazos. Cada noche rondas mi cama al cerrar los ojos pidiéndome algo. Unas sombras que son luz se cruzan cuando quiero despertar cada mañana. El doctor dice que puede ser efecto de las pastillas que tomo, para un cáncer que ya sé que no curará hasta que termine conmigo y cada vez me va consumiendo más rápido. Pero me gusta creer que eres tú que has vuelto a por mí, después de todos estos años. Todas las despedidas están cerradas, ya lo voy entendiendo. Tú quedaste en mi recuerdo siempre con casi treinta y lleno de energía.

Ahora cuando te siento cerca, me cuesta no abandonarme a tus manos siempre jóvenes y a tu sonrisa ahora algo imprecisa en mi recuerdo. Tu voz resonará siempre en mí como el chico que eras. Mi mente divaga con la crónica de nuestro terrible amor juvenil. Descubrir los juegos del corazón y de la razón que nos unió en este mundo cruel y bello. El futuro era un cartel luminoso y parpadeante, un billete lejos de estas costas y tú lo traerías para mí, absurda realidad para una mujer de la primera veintena del siglo XX. Vuelve esta música a mi enfermo cuerpo. El frío recorre mi alma.

Tu sonrisa difusa me sostiene mientras lucho por terminar la partitura de esta melodía. Pero es inútil ya me he abandonado a ti y tu dulce beso y todo se vuelve confuso. No sé, quizás es un efecto más de mi dosis o un simple sueño. A los doce años me entrelazo a tu mano y corremos por el camino mil veces recorrido del acantilado hacia la playa. Tus manos y las mías están frías pero es una sensación reconfortante como el aire que enreda mis cabellos mientras nos acercamos a la playa, sin desfallecer para ver llegar a los pescadores con sus capturas. Apenas ha amanecido y allí los veo saltar de las barcazas, mi padre entre ellos nos saluda. Tú me sueltas un momento y mi corazón se desboca mientras corro a su encuentro y me lanzo a sus brazos, ahora las lágrimas que surcan mis mejillas son de alegría, tan inmensa como este océano. Papá cuanto tiempo, pienso, y tú me miras sonriendo dulcemente desde la orilla, ahora esa sonrisa es nítida, cercana y real. Te acercas a mí en la orilla, me ofreces tu mano de nuevo y me dices sin dejar de sonreír.

—Creo que ya estás preparada para tu nueva aventura. Yo me siento feliz y me siento niña, una sensación tan completa de amor que debo ser niña para aceptarla. No quiero que se desvanezca como otro sueño más. Agarro con fuerza la mano de Lázaro, le devuelvo la sonrisa. En ese momento entiendo que el cáncer ha ganado la partida. Pero siento que no he perdido nada.

BEATRIZ PELÁEZ MUÑOS | Granada

Érase una vez una niña llamada Esperanza, sus padres querían ponerle ese nombre para que no le faltara nunca la esperanza en su vida. Eran tiempos malos y sombríos, porque se extendía por toda la ciudad y por todos rincones del mundo una gran pandemia.

Esperanza, nació con un pequeño problema respiratorio y tuvo que estar en el hospital durante un tiempo; allí tenía todos los cuidados y atenciones de las enfermeras y médicos que le dedicaban horas interminables e incansables jornadas con profesionalidad y cariño. No pasaba un día en que sus padres la visitaban un rato, pero no la podían ni besar ni abrazar; todo a través de un frío cristal, pero estaban ilusionados porque todo iba a salir bien con paciencia y ánimo.

Lucía Nogués Rodríguez. 5 años

Pasaron los días y semanas y todo iba evolucionando positivamente. Los días de febrero eran fríos, grises e invernales y no pudieron visitar a Esperanza porque cayó una gran nevada que colapsó todo el tráfico en la ciudad. Un día intentaron ir a pie, pero la tormenta de lluvia y nieve era muy intensa. Había poca gente por la calle, solo varias personas corriendo a resguardarse para que no se mojaran, un puesto de castañas asadas, donde se respiraba ese olor tan característico típico de invierno. Se estaban cerrando las tiendas. Todo empeoró al instante y les impidió a la pareja llegar hasta el hospital. Observaron que la gente a su alrededor estaban disfrutando de la nieve caída, aun con el tiempo horrible; niños jugando, gente en grupo charlando, otros haciéndose fotos, otros ultimando sus compras; en las tiendas ya no había esa multitud como en años anteriores; la gente estaba triste por la situación de la pandemia, muchos estaban perdiendo su trabajo, sus negocios y a veces la salud, pero había que tener ilusión y… ESPERANZA.

Esa salida a la calle les saldría caro, ya que por el frío y al mojarse más de la cuenta, el padre de Esperanza cayó enfermo y al día siguiente también estaba ingresado en el mismo hospital de su hija. Allí fue atendido maravillosamente por todos los médicos y enfermeras que ya conocían bastante al papá de Esperanza.

Él estuvo a punto de ponerse más grave, pero lo pudo superar con ayuda de todos y al saber que su niña se iba recuperando poco a poco, le sentó muy bien. Los dos vivieron días muy críticos.

Un día el padre, ya recuperado, pudo visitarla mejor, más de cerca y más tiempo. Les dijeron que podían entrar en la habitación una vez al día y cogerla en brazos ; la carita de Esperanza en el pecho del ilusionado padre, era una alegría inmensa; le estuvo acurrucando, cantándole bajito una bonita nana. Era una niña preciosa, se estaba poniendo cada vez más fuerte y sana. Era rubilla con mucho pelo, pequeñita y la piel muy blanquita, como su madre; los ojos eran azules y grandes; miraban con ternura a su amado padre que no cabía en sí de amor infinito. Estaba disfrutando de su pequeña. En otra visita, él sintió un leve pinchazo en el pecho durante unos segundos; saltaron todas las alarmas y todo cambió a negro. Tuvo tiempo de dejar a la niña en su cunita y cayó al suelo perdiendo el conocimiento. Las enfermeras acudieron de inmediato y le hicieron la reanimación cardiopulmonar. Directamente fue al quirófano por un micro infarto.

Tuvieron que llamar a la esposa urgentemente. La mujer tenía el terror en la cara, pero a la vez aliviada porque le dieron también la noticia de que su pequeña ya estaba bastante recuperada y que podrían volverse a casa pronto.

Pasaron varios meses y el padre seguía en cuidados intensivos. Esperanza, junto con su madre, pudo hacerle las visitas que tantas veces él le hizo a ella cuando estaba malita. Todo el personal recordaba a la bella niña, pues le cogieron mucho cariño.

Llegó la Navidad y quedó en un segundo plano; no quisieron celebrar nada. Él se fue recuperando poco a poco. Unas fiestas que Esperanza iba a disfrutar por primera vez. Un día, ya cerca del día de Reyes, allí en el hospital, le dieron un regalo sorpresa que llevaba su nombre. Un regalo que se merecía por superar su enfermedad. Ningún niño podía quedarse sin regalo de los Reyes Magos. La madre decidió no abrirlo hasta que estuvieran los tres juntos. No sabía la procedencia de aquel presente; ¿sería cierto que los Reyes Magos dejaron un regalo para su hija?

A la semana siguiente, ya terminada la Navidad, el padre se recuperó totalmente. Sus mujercillas les estaban esperando en casa con una gran fiesta de bienvenida, junto con sus familiares.

Ya estaban los tres por fin juntos. Al día siguiente, la madre le preguntó al papá si sabía algo de aquella sorpresa del regalo de Reyes que le dieron en el hospital; él lo negó, ¡no sabía de qué hablaba! Decidieron, una tarde, abrirlo con expectación y misterio; era una bonita carta manuscrita por los mismísimos Reyes Magos en la que le otorgaba a Esperanza el gran poder mágico de la Ilusión, Felicidad, Amor y Salud.

Esperanza tuvo en toda su larga vida muy buena salud; hizo felices a mucha gente, no perdió la ilusión por la Navidad nunca y dio mucho amor a todo el mundo. La pandemia, finalmente, fue cada día a menos, se venció y desapareció.

ALDONZA GONZÁLEZ CALDERÓN | Módena

Noa era una niña de altos decibelios. Había comenzado a experimentar ya desde el vientre materno. Lo que su madre interpretaba como agruras y acidez, eran en realidad los gorgoteos provocados por el ensanchamiento de vías respiratorias de Noa cuando emitía sus primeros gritos que, para su descontento, pasaban desapercibidos. De tal forma que, apenas nacer, la bebé se propuso hacerse escuchar. Los tímpanos de las enfermeras dieron buena fe de ello.

El pediatra se vio obligado a ponerse tapones en los oídos para hacerle su primera revisión y cuando por fin se quedó dormida, todo el personal del hospital suspiró aliviado. Los padres, Alicia e Igor, al principio no daban cuenta de ello. Estaban tan embobados con su pequeña que era como si tuvieran una nube de algodón de azúcar cubriéndoles la cabeza y amortiguando los sonidos. Hasta que llegó el alta y, con ella, la primera noche a solas con esa Pavarotti en potencia que habían traído a casa.

Los días y las noches se sucedían implacables con una única constante en común: el potente llanto de Noa. Con el paso del tiempo la niña aprendió que era mejor gritar que llorar. Y así se lo hizo saber a sus padres. Cuando quería sopa en lugar de puré, simplemente se ponía a dar berridos señalando con el dedo la olla hasta que sus padres caían en la cuenta de lo que su hija intentaba decirles. Si le molestaba que la pusieran en el suelo, se aferraba al cuello de su madre mientras chillaba con todas sus fuerzas. Porque a Noa sus pulmones le pedían marcha. Estaba en su naturaleza. Cuando cumplió seis años, por darle gusto —y un respiro— a sus padres, comenzó a recibir clases de canto y lo que aprendía en clases lo ponía en práctica por las tardes y los fines de semana, mientras sus padres, uno escritor y la otra periodista, le daban a la tecla. Algunos días, cuando Igor llevaba más de dos horas absorto «matando» a alguien en su próxima novela, Noa se acercaba de puntillas, se ponía detrás de él y comenzaba a cantar 'La donna è mobile' a todo volumen, desafinando en casi todas las notas.

Otras veces, cuando Alicia leía indignada alguna noticia y comenzaba a escribir comentarios sagaces en tuiter y a escribir notas al respecto, la niña se asomaba a la pantalla del ordenador y empezaba a recitar en alto lo que su madre escribía, pero con la melodía de Fígaro. Aún así, ninguno de los dos la reñía. Porque de entre todos los sonidos altisonantes que su hija emitía, el que más amaban era el de sus carcajadas, mismas que soltaba después de hacerles una travesura.

Era un risa inconfundible, en estéreo y de alta fidelidad, tan contagiosa que, cuando explotaba, hacía que todos los vecinos dejaran lo que estuvieran haciendo para reír también. Y así, gradualmente, la niña se fue calmando. Un día ya no cantaba voz en cuello, al otro ya no gritaba. De repente, sus maestros notaron que no alzaba tanto la voz cuando hablaba con sus amigas y ya tampoco vociferaba a los cuatro vientos cuando algo le dolía. Poco a poco, con el paso de los años, Noa fue sustituyendo la fuerza de sus pulmones con la fuerza de sus ideas. Los cantos desentonados, por un tecleo melódico y constante. Se había aficionado al silencio para pensar mejor, para poner en papel todo lo que se le ocurría. Había encontrado su verdadera voz. Porque sus padres —cuya vocación los había dotado de altas dosis de paciencia—, habían conseguido conservar el deseo de Noa de ser escuchada, pero inculcándole que las palabras tienen un componente mágico y que, bien utilizadas, pueden ser mucho más potentes que el más agudo de los aullidos.

El profesor Moriarty, Darth Vader, Thanos, Gárgamel… un año más se celebraba la convención de malos sin compasión y, como siempre, el Grinch era el hazmerreír. Si se exceptuaba aquella Navidad en que robó abetos y regalos, sin obtener el resultado esperado, cualquier conato posterior, ningún estrago provocó. «Y este año, ¿qué ha pasado?, ¿los renos te han asustado?, ¿o han sido los camellos que te han espantado?» Las carcajadas estentóreas de sus viles compañeros le acongojaban y sus índices acusadores lo desmoralizaban. Y lo peor era que año tras año le entregaban, con desprecio burlón, el premio al Malvado más bonachón. «¡No se volverá a repetir, que lo tengan claro, el próximo año seré vencedor del preciado galardón al Malvado sin parangón!»

Un día, mientras intrigaba por internet con su móvil de última generación, un anuncio atrajo su atención: «Si no sabes qué hacer, si te carcome la desazón, el Brujo del Lejano Oriente te dará la solución». «Si no fuera porque soy poco creyente, juraría que este aparato me ha leído la mente». Tal era su desesperación que, con gran arrebato, el Grinch se lanzó a por un vuelo barato. Cuánta sería su tacañería que, para llegar a aquella tierra perdida, en diez aviones se montó y setenta y dos horas gastó.

—¿Qué te trae por aquí, ojeroso y pálido Grinch?

—¡Oh brujo! A pedirte auxilio acudo. El desasosiego me mina, con mi vida termina, un remedio quiero, la Navidad detesto, destruirla pretendo.

—Pronto has de empezar para alcanzar tu meta y para ello te entrego esta receta. En un marmita pon a hervir: ojo de murciélago, muslo de pangolín y unas gotas de tu sangre, Grinch. En ese caldo un minúsculo bicho brotará y a quien lo ingiera infectará.

—¡Oh Brujo, si falta un año para tan horrendas fiestas!

—¡No seas tonto y hazlo ya, que con tiempo lo conseguirás!

Martina Nogueras Maldonado. 5 años

Sin un segundo que perder, fue al mercado más próximo y compró lo que era menester. Que el fondo de su corazón rebosara de maldad, no era incompatible con su buen paladar: el Grinch era un gran gourmet muy quisquilloso a la hora de comer. Por eso añadió a aquel desabrido brebaje una cabeza de ajo y un sabroso tomate. En aquel mismo mercado un tenderete montó con un neón intermitente que rezaba lo siguiente: comida gratis para cualquier cliente. Ante tan sugestiva proposición, no vacilaron las masas, prestas vinieron a catar aquel horroroso manjar. El Grinch esperaba que el efecto fuera inmediato pero nada ocurrió tras un buen rato. «¿El brujo me habrá engañado?». Cabizbajo y lloroso volvió a su hogar cavernoso.

Pasó un día, pasó otro, así hasta diez, cuando el Grinch, abatido por el desaliento de su infructuoso intento, leyó este titular en las páginas de Internacional del Ideal: «Bichito se extiende desde el lejano oriente». Ojiplático quedó al comprender que el bichito por él conjurado de un lugar a otro marchaba y nadie lo paraba, que se sucedían noches y mañanas y el bichito se multiplicaba, que no conocía ni fronteras ni colores y campaba a sus anchas por los alrededores.

En cada país, los más sabios se reunían, eso se creía, y extrañas soluciones proponían: mascarillas azules para espantarlo, guantes para no tocarlo, distancia para apartarlo, quedarse en casa con tal de apaciguarlo. La población se encerró pero el bichito no paró. Ufano y henchido estaba el Grinch por lo que había sucedido. Si nada se torcía, su plan triunfaría.

Los elfos blancos, que velaban por la humanidad, luchaban y morían por salvar a la mayoría. Los más prestigiosos taumaturgos experimentaron raudos con una mágica poción contra el bichito bribón. Y, aunque toda su ciencia e inteligencia emplearon, a las puertas de la Navidad se quedaron. Habían conseguido un remedio, pero para repartirlo faltaban muchos medios. La gente andaba apesadumbrada, no habría reuniones, ni campanadas, ni canciones, ni cabalgatas. ¡Qué gozo para el dichoso Grinch, que al desaparecer la alegría, había logrado su fechoría!

Otra vez más, en su encuentro anual, estaban los gerifaltes de la maldad. A diferencia de otras ocasiones, al ver al Grinch, miradas aviesas, cuchicheos y codazos se daban a su paso. Por fin, llegó el momento culmen de la reunión, la entrega del trofeo al Malvado sin parangón. Tranquilo, con sus mejores galas, esperaba el Grinch que su nombre pronunciaran. Era el primero en las quinielas y no se produjo ninguna sorpresa. Subió al escenario, aclamado y vitoreado por sus enemigos, porque, al fin y al cabo, los malos malísimos no tienen amigos. Con sus manos alzó el soñado galardón, embriagado de satisfacción. Besos y abrazos dispensó, las medidas no guardó y, en la UCI, contagiado, acabó.

IVÁN ÁVILA NIETO | Valladolid

Como cada sábado, sin falta, el pequeño Hugo se despertaba invariablemente pronto, con la ilusión de que fuera aquel el día esperado. Yo, sin embargo, llevaba ya demasiado tiempo demorando el momento, postergando la prometida excursión, dándole largas con excusas a cada cual más variopinta, incluso absurda, por la que aquel fin de semana tampoco podríamos ir al Bosque Gurufo. Él quería ver un duende a toda costa y a mí, aquello, se me antojaba muy, pero que muy, complicado. Y eso que fui yo quien primero le habló del bosque, de la magia que se respira cuando te adentras en él, de los duendes, dragones, ojáncanos y demás criaturas que en él habitan, según los lugareños. Pero jamás pensé que fuera tan insistente y ya comenzaba a notarle visiblemente frustrado. Así pues, aquel sábado le dije que sí, que desayunase rápido y que iríamos a ver si nos topábamos con algún duende, allí, en el Bosque Gurufo.

Mientras íbamos en el coche, yo le hacía saber, por cubrirme las espaldas, que las horas más indicadas para el avistamiento de duendes eran las primeras de la mañana o bien ya las últimas de la tarde, cuando ya el sol caía en el horizonte, y que siendo casi las once, ver un duende a esas horas sería poco menos que un milagro. Aún así, el pequeño Hugo insistía, pues tales eran sus ganas de ver un duende gurufo.

Aparcamos en la entrada del bosque, donde los lugareños instalaron hace unos años unas barbacoas de ladrillo para disfrutar de comidas campestres en aquel inigualable entorno natural. Desde allí, nos fuimos adentrando poco a poco en la espesura, con Hugo escrutando cada palmo de terreno en busca de algún duende. Un par de horas después, llegamos al descampado de «las corraladas», en el otro extremo del bosque. Por el camino habíamos visto algún que otro animalillo silvestre y unos cuantos corros de setas. Al llegar a aquel punto nos detuvimos. Notaba a Hugo fatigado por la caminata, pero era su semblante afligido lo que más me preocupaba y entristecía. La verdad es que se le veía profundamente decepcionado e iba a ser muy difícil consolarle.

Fue entonces, al dar media vuelta para encaminarnos de nuevo hacia la zona de barbacoas, cuando los vimos. Yo me giré primero y allí estaban, cruzando por el sendero, dos duendes gurufos: por sus colores, se trataba de dos oga tigre, sin duda. Cruzaron a saltitos y cuchicheando de un lado a otro de la pista forestal, para perderse de nuevo en la espesura de los matorrales y las sabinas. Todo sucedió en un par de segundos. Yo quise avisar a Hugo nada más verlos, en cuanto giré y los vi, pero no me salió palabra alguna, ni siquiera un sonido gutural que lo hubiese llamado de inmediato la atención; nada, tan solo dibujé un gesto con la mano, señalando el hallazgo, para alertarlo, justo a tiempo para poder verlos él también, acaso un segundo o apenas la estela o la sombra de su paso por el sendero. Pero eso le bastó para volver contento a casa.

M. GLORIA REINOSO CEBALLOS | Granada

Sucedió un día de noviembre. Una musa dormitaba en el sofá, desentendida de lo que sucedía a su alrededor: el sol entraba a raudales por la ventana de la habitación donde una maestra miraba con desconsuelo, la página en blanco del ordenador. Intentaba escribir un cuento. Un cuento navideño con la intención de que quizá se insertaría entre dibujos infantiles, como homenaje a ese quehacer ingenuo de tanto niño; a esa dulzura impresa en una página de periódico. La inspiración no llegaba. Miraba a la musa en un anhelo de recibir el hálito que ellas inyectan para juntar palabras. Pero este día de noviembre la musa, la que le correspondía en el reparto arbitrario de los dioses, continuaba amodorrada, ajena a la desazón que la página en blanco le suscitaba y en la que en ese momento quisiera depositar los poderes mágicos que los personajes de los cuentos atesoran.

Ayúdame —dijo la maestra—no ves que no soy ni hada, ni maga, solo una maestra que observa a sus niños y se esfuerza para poder escribirles un cuento de Navidad. Que pretende llenar un hueco entre el dibujo de Aura, la niña de tres años que todas las noches mira la luna y las estrellas y las dibuja dentro de un cielo azul tachonado por múltiples rayas de colores que salen disparadas en un proyecto de genuina creación abstracta, y el dibujo en que esta mañana se afanaba José Antonio, cuatro años, en las figuras de los tres Reyes Magos, o en la página siguiente, junto al de Carlos, cinco años (Carlillos para su gente), con qué fuerza resalta la estrella plateada sobre el portal de Belén y el de Paula, apenas siete años, y con qué ternura perfila la figura inclinada sobre el recién nacido; o entre las de Paco, o Carmen, o el de Darío, donde ya se adivina a un futuro pintor. Nombres que resuenan en mi mente como premonición del cuadernillo que llegará a mis manos el próximo día veinticuatro de diciembre. Pero el cuento que quisiera contarles, ése que al leerlo arroba las caras inocentes; el que ilumina sus ojos, el que les arrastra al mundo perfecto donde habita la fantasía: el lugar donde todos los niños abandonan el chándal para imbuirse en los trajes alados que los transportan más allá de las cuatro paredes vigiladas por los mayores; ese cuento se me imbuye entre palabras hueras que nada dicen.

Elena Garrido Ciobanu. 11 años

La musa oía el lamento de la maestra. Lo oía, pero solo percibía el runruneo como la melodía cansina de minúsculas olas rozando la arena de la playa, invitándola a proseguir en el mismo estado de apatía.

¡Ayúdame, musa! ¿Me estás escuchando? —Gritó enfadada la maestra.

La musa se levantó, con total parsimonia, abrió la puerta del ropero, se puso un anorak, la bufanda, el gorro de lana y ya se calzaba los guantes cuando la maestra exclamó:

—¿Dónde vas con semejante vestimenta si estamos a veinticinco grados? ¿Acaso necesitas ambientarte para transmitirme las palabras precisas, tú que las acumulas en tu esencia? ¿O es que pretendes que me lance yo a la calle, cual fantoche, para encontrar la inspiración que me niegas? Estamos en otoño, pero hace calor; la Navidad se acerca pero las calles están vacías, las tiendas con las persianas echadas. ¿Me insinúas que busque entre las hojas de los tilos que apenas amarillean, los murmullos de otras navidades; que su olor me envuelva; que aprehenda el eco que recogió la nube donde todo permanece, de esas risas, de esa alegría que los niños dejaron al abandonar la plaza Bibrambla?

No pretendo, continuó la maestra amonestando con la mirada a la Musa que la observaba estática, con intención ineludible de volver a la calidez de la somnolencia, escribir un cuento de Navidad al uso, porque este año no es un año normal y corriente: los pastores necesitan mascarillas, ignoramos si San José y la Virgen se hallan confinados; si tanto Papá Noel, como los Reyes Magos, a pesar de su magia, necesitarán una PCR para entrar en España. No recorrerán las calles la cabalgata de los Reyes; estarán en cuarentena los villancicos porque millones de Covid-19 infectan el aire; sin embargo y a pesar de tanto inconveniente, cientos de niños se inclinan sobre un folio y dibujan las escenas de Navidad que quieren vivir. Para narrar un cuento de Navidad ambientado en la bondad, en el amor transitorio que estas fechas transmiten, con que sigas ahí, sentada, me basta. No necesitas, siquiera, disfrazarte de esquiadora para ambientar la habitación. Yo quisiera que me dictaras un cuento no con la magia inherente en la Navidad, sino que él fuese pura magia, esa que embelesa a los niños, la que los envuelve en un mundo solo accesible para ellos, y en ese mundo crean el estado de felicidad que se trasparenta en sus sonrisas, en el exceso de purpurina sobre una estrella…

La maestra, colocó las manos sobre el teclado en posición de escribir: allí permanecían, en frío silencio, todas las letras del abecedario; únicamente faltaba darles vida. Desalentada, miró el folio encabezado por CUENTO DE NAVIDAD el resto permanecía en blanco, y mandándolo a la papelera suspiró: Ah, si mi musa no fuese tan vaga…

SILVIA RUBIA PÉREZ | Murcia

Todo irá bien. Fue lo último que le dijo su madre antes de morir, intentando quitar hierro hasta de su propia muerte. Su mano inerte se desplomó al lado de la cama, liberando, en ese momento, una pequeña sortija que cayó de su dedo meñique enflaquecido por la enfermedad y que fue a parar debajo del armario.

Como si en ello le fuera la vida, corrió a buscarlo para volver a colocarla en su sitio. Siempre había estado allí, cada recuerdo de su madre la llevaba a sus delicadas manos de pianista, ágiles en otros tiempos, al abrazo dulce, al calor de su risa.

La sortija de su abuela que siempre llevó, lo único que le quedó de ella cuando partió de Rusia, hacía veinticinco años, para no volver a verla jamás. Andaba afanada buscando la joya como si no importara nada más en ese momento, ajena a la escena de dolor que se estaba produciendo allí, entre sus hermanos y su padre, y no paró hasta encontrarla. La volvió a colocar en su dedo. Maldito confinamiento, no podría enterrar a su madre como Dios manda, pero sí con su anillo.

INÉS TORRALBA ARJONA | Córdoba

Martín fue un niño que destacó entre los demás muy a su pesar. Dentro de un enorme cuerpo, desgarbado y algo torpe, habitaba un alma tímida, asustadiza y esquiva que se iba empequeñeciendo a la misma velocidad a la que crecía el resto de su anatomía. Los gritos, quejas y reproches de su padre y el llanto, la culpa y la resignación de su madre componían una triste banda sonora que le hundía en la melancolía. No parecía encajar en ningún sitio. Su aspecto desangelado, taciturno y su actitud introvertida proyectaba a ojos del resto de los chicos la idea preconcebida de individuo raro y estrambótico, estigmatizado solo por ser diferente. Se rechaza lo que se sale de la norma, lo que altera lo cotidiano, lo que no se conoce o lo que no se entiende. Eso, provoca el dolor en quien lo sufre y la deshumanización en quien lo infringe. La crueldad se justifica de mil formas diferentes por el que ignora que la belleza y la bondad también se encuentra entre las cosas más diversas y discordantes. Y Martín creció rodeado de aislamiento, escudo y coraza impuesta por el rechazo y la burla.

Esa situación le empujó a buscar lugares solitarios y silenciosos donde refugiarse para dejar de sentirse observado o juzgado por los demás. Así fue, como por casualidad o porque el destino así lo quiso encontró el lugar que cambió su vida. Sus pasos inseguros y temerosos le llevaron frente a una puerta que traspasó venciendo su timidez y que le permitió descubrir una vez que fue capaz de levantar los ojos del suelo, el magnífico santuario de sabiduría, recogimiento y paz que se mostraba frente a él. De forma instintiva comprendió que aquel era su refugio, y con la ayuda inestimable de un hombre orondo, con ojos pequeños, calva reluciente y manos arrugadas, guardián estricto y abnegado de los secretos que allí se guardaban, inició el camino hacia la libertad. Aquel hombre le instruyó con una enorme paciencia sobre los pasos necesarios para encontrar lo que buscaba, le mostró las enormes posibilidades a las que podía optar y con un poco de práctica desarrolló la extraordinaria capacidad de viajar en el tiempo y el espacio. Solo con su voluntad y su deseo transformaba todo a su alrededor; la rutina y la monotonía daban paso a la emoción y la aventura. Podía abandonar aquel cuerpo que le oprimía y convertirse en quien quisiera, y recorrer cualquier mundo y en cualquier momento de la historia. Y se entregó por entero a la magia de la transformación.

Virginia Ruiz Ortega. 9 años

Todos los días sin oponer resistencia se dejaba engullir por una singular ballena y se convertía en un contemporáneo Jonás que se desplazaba en las entrañas de metal y vidrio de ese amistoso monstruo. Aprovechaba el sosiego que le proporcionaba aquel espacio, y se adentraba en los mundos que elegía.

Hoy no había sido diferente, aunque era uno de esos días donde la ansiedad hacía acto de presencia en su ánimo; la tensión se había apoderado de sus manos, que con especial firmeza sujetaban su principal arma y la única clave de su éxito. Sabía por sus pasadas experiencias que, en cualquier recoveco de los pasadizos oscuros y tenebrosos de aquel laberinto, que estaba a punto de empezar a recorrer, le esperaba agazapado su terrible enemigo: el temido Minotauro. Todo le llevaba a pensar que el enfrentamiento era inminente e inevitable y que el desenlace resultaba incierto, aunque confiaba plenamente en que todo acabase en una victoria.

Y, súbitamente, un resoplido chirriante le sobresaltó y una oleada de aire frío acarició su rostro.

—¡Maldita sea! —gruñó el joven mientras escuchaba las campanadas del reloj de la torre de la iglesia que anunciaban las ocho de la mañana.

Contrariado negó con la cabeza, y desde su asiento frente a la puerta abierta vio bajar al último pasajero. Con rapidez cerró el libro que llevaba entre las manos, y con grandes zancadas bajó del autobús que todos los días le llevaba hasta la parada de Claudio Marcelo. A su espalda de nuevo se escuchó el sonido neumático de la puerta al cerrarse y Martín antes de iniciar su camino, vio cómo se alejaba el autobús de la línea 12. Ante sus ojos, ya inmersos en la realidad, el vehículo había sido despejado de su peculiar aspecto de ballena metálica, pero en su imaginación, sin embargo, no tardaría en transformarse, en ballena o en cualquier otro ser fantástico o legendario que le ayudase a sentirse fuera de la monotonía.

Guardó en su mochila la novela que estaba leyendo y comprendió con resignación que tendría que posponer el encarnizado combate con la sanguinaria bestia para el viaje de vuelta a casa.

Para Martín el mundo en el que vivía era desagradable, poco acogedor y en ocasiones hostil, y por eso había elaborado una estrategia para sentirse libre. El orondo bibliotecario, de ojos pequeños y calva reluciente puso alas a su imaginación. Leer le permitía vivir en un realidad justa e ideal, donde los protagonistas superaban todas las pruebas y se convertían en héroes independientemente del género, la raza o del aspecto que tuvieran; mundos donde los villanos tenían siempre su merecido; y universos donde la belleza y la bondad se reconoce en las cosas más diversas y discordantes.

Bajo al bar del hotel Alhambra Palace, en las inmediaciones del imponente conjunto monumental nazarí del mismo nombre, donde me alojo los días previos a la Navidad. Hay un ambiente cosmopolita y alegre. Estoy sola, viaje de trabajo. Como granadina, considero este cometido un premio.

Tomo un sorbo de mi Martini y me fijo en una joven morena apoyada en la barra. Parece sacada de los años ochenta. La acompaña otra chica rubia. Ambas ríen y charlan divertidas, ajenas a la concurrencia. Se vuelven para tomar asiento en una mesa contigua a la mía. En ese instante me invade el terror y una parálisis me ciega. Apago mis ojos. Me centro en mí misma. Respiro. Vuelvo a captar su imagen: soy yo. Treinta años atrás. Los mismos que llevo sin regresar a esta ciudad, a esta colina. Callada, intento apagar el fuego de mi corazón y bajar el sonido de sus latidos. Continúo mirando a esa chica que habla animadamente y bebe su copa sin verme. Está tan centrada en su conversación, en su amiga, en sus risas compartidas, que no parece consciente de nada más. «¿Así de pizpireta era yo…?», pienso, ofuscada. «¿Los recuerdos pueden ser tan nítidos, y crear esta alucinación? La otra es Carmen. Seguro que hablamos de chicos.

Recuerdo perfectamente la ocasión: tuve que hacer un reportaje de verano… je, je, je, cuando trabajé de bombera en el IDEAL… ¡Qué tiempos aquellos! Era 1985. ¡Madre mía, qué joven, qué soñadora, qué feliz era! Y mírame ahora, a punto de publicar mi primera novela…» Mi mente está disparada, vive en 1985. Puedo oler la colonia fresca de Puig que usaba entonces. Me miro a mí misma, toda de invierno. Veo a esas chicas de los ochenta, vestidas de verano, con brillos, con sus ojos muy maquillados, según aquella moda.

Isabel Moreno Argente del Castillo. 10 años

Saco mi espejo de bolsillo: apenas un eyeliner y un rouge de labios, y con suerte. Sin embargo, he ganado con la vida. Continúo observando a aquella joven de veintidós años, y la veo burbujear, alegre, pero insegura. No conocía su propio valor, entonces. Ahora sí. No había luchado y matado un cáncer de mama. La misma palabra «tumor» le daba miedo. Ahora no, ahora es ella la victoriosa. Tampoco sabía lo que significa «hijo». Ahora lo conoce por duplicado; y la alegría de ese amor desbordante, el único que es de verdad «amor», porque solo da, sin esperar recibir. Esa chica de la barra del bar del Alhambra Palace no conoce la muerte. Ni de lejos. Ni en las esquelas. Pero ahora su padre se ha ido. Y se ha tenido que hacer fuerte para ser la piedra angular. «¡Ah, cuánto he ganado con el tiempo!», concluyo, cuando decido acercarme a ese par de chicas. No en vano, mi rasgo principal de carácter es la extroversión.

—Hola, ¿cómo estáis?, ¿sois de aquí?

—Yo también, me llamo Sonsoles, me preguntaba si os importa que me una un rato a vosotras… Se os ve tan animadas.

—No, claro. ¡Sonsoles! ¡¡Pero qué casualidad, yo también me llamo Sonsoles!! Aquí mi amiga Carmen. Encantada. Nosotras vivimos aquí, yo soy periodista. ¿De viaje?

—Sí, de trabajo. Por eso estoy sola, en este maravilloso entorno, que invita a la compañía—. Mi yo juvenil no parece reconocer en lo que va a convertirse. Me cuesta creerlo. Bueno, qué bobada, esta inverosímil broma del túnel del tiempo es imposible de creer. Pero yo, que tantas veces me miraba en el espejo, me he reconocido a la primera. ¿Cómo no se da cuenta mi yo de veintidós años que tiene enfrente a mi yo de cincuentaidós? Me cabreo.

—¿Has visto ya nuestra bonita ciudad, tocaya?

—No, solamente el palacio y jardines de la Alhambra y el Generalife. Una joya. Pero quiero ir a Albaicín, a Plaza Bib-Rambla, etc.

—Yo ahora tengo muy poco tiempo; estoy haciendo prácticas de verano en el periódico IDEAL, pero Carmen, ¿tú puedes guiarla un poco, mañana? —dice la Sonsoles de veintidós.

—Sí claro, yo estoy de vacaciones, podemos ir juntas, si quieres —Carmen, muy amable.

—No, no es preciso que os molestéis. Tan solo quería charlar un poquito esta noche. Como digo, es un entorno demasiado bonito para estar sola…

—Sí, nosotras subimos aquí por eso, porque nos encanta. ¿Has salido a la terraza?

—No, salgamos… —Pronuncio mi discurso como autómata, dedicada por completo a contemplar a las chicas que tengo conmigo, sobre todo a mi versión juvenil. Me gusta mucho. Me veo llena de sueños, alegre, comprometida… Por otro lado, saber los sueños que nunca se cumplirían, como aquel del verdadero amor, el de una pareja, me da un punto de tristeza. Sin embargo, el carácter de ella no me permite tal cosa. El brillo de sus ojos y su sonrisa perfecta lo iluminaban todo. Entre ella y su amiga se trasluce un cariño sincero. Son de envidiar. ¡¡HE TENIDO UNA JUVENTUD ESTUPENDA!!, concluyo en mi interior.

Estuvimos charlando durante media hora. Después pensé que no quería tentar a la suerte ni al túnel temporal, no fuera el caso que algo en mi Sonsoles veinteañera despertase y me reconociera y no supiera yo responder al bombardeo de sus preguntas.

—Ha sido un placer hablar con vosotras. Me recordáis por completo a mí misma a vuestra edad.

—Tengo que madrugar. Cuidaros mucho. Tenéis toda una vida por delante.

NIEVES GÓMEZ LÓPEZ | Las Gabias

Yo diría que la muerte se dibujada en su cara, le sombreaba los rasgos, como entonces, diluidos en una ternura escondida a fuerza de ese disimulo del que supe después, con el tiempo, había sido el «santo y seña» de toda su vida.

Esa tarde mi andar era bastante más diligente del habitual, hacía mucho frío, empezaba a anochecer, quería llegar pronto a casa, acomodarme, y empezar a leer esa novela que, después de varios meses de búsqueda pues estaba descatalogada, encontré en una de las pocas librerías que habían logrado sobrevivir a la desafortunada pandemia que este año azotaba al mundo. A pesar de mi premura aminoré la marcha; la vi, allí estaba apoyada, con una pose que mostraba tanta desgana como abatimiento, en el lateral de una de las marquesinas de la parada del autobús, nos cruzamos la vista y la miré casi de frente a sus ojazos negros, de un negro tan oscuro que intimidaban tanto o más que las enfermizas ojeras que los circundaban, unos ojos que parecían alejados de cualquier realidad, y, a pesar de que me confundió su inhabitual forma de observarme, no tuve la menor duda de que era ella aunque ahora pareciese otra persona; llevaba el pelo muy corto y la encontré algo más gruesa. Clavó su mirada en la mía como siempre hacía en aquel tiempo, cuando nuestra rivalidad era extrema, y, aunque la diplomacia que conllevaban las nobles maneras de las que las dos podíamos hacer gala nos facilitaba disimular y pasar desapercibidas, nuestras rencillas nos convirtieron en las dos esquinas de un triángulo de incierto vértice, entonces fuimos enemigas acérrimas.

No le pude decir nada, ella tampoco, me bastó un levísimo instante para sentir el vuelco que soportó mi corazón ahora inapetente, el mismo que enmascaraba pasados duelos de los que solo ella y yo sabíamos bien quién salió victorioso y quién derrotado en aquella pueril batalla a la que nos retamos entonces.

Lucía Cid Ayllón. 6 años

Continué andando unos pasos más con tal de sortearla pero no pude evitar girarme, ella seguía allí, con la cabeza ladeada y sin dejar de quitarme la vista de encima, me temblaron las piernas y un sudor frío me recorrió entera como queriéndome anunciar un desvanecimiento impropio del momento; seguí caminando, me alejé un poco más, y de nuevo, inevitablemente, volví la cara, ella aún estaba allí, persiguiéndome con la mirada, me amedrentó su mirada incrustada en mi espalda tal y como ese florete imaginario que sentí me atravesaba el corazón el día aquel que, por lejano, prefiero no evocar.

Me apresuré un poco más y doblé por la primera esquina que me salió al paso con tal de dejar atrás esa asechanza que se me antojaba recelosa. En algo más de un cuarto de hora estaba cruzando el umbral de la puerta de mi casa, agradecí el olor y el calor de mi hogar y sentí, si cabe, más acogimiento que cualquiera de las veces que llegaba ya anochecido y encontraba a mis tres gatos dormitando en el sofá de la entrada, me desmoroné junto a ellos mientras me descalzaba y empecé a llorar sin consuelo; una imagen tras otra desfilaba por mi cabeza recordando el dolor que aquella mujer trajo a mi vida esos años, en los que yo no era demasiado consciente de que la maldad era tan inherente al ser humano como cualquier otra noble actitud.

Mientras divagaba con el tropiezo de esa tarde me puse ropa de casa, me serví una copa de vino e intenté empezar a leer el libro que había comprado, fue en vano, no tenía cabeza para nada más que mirar al frente y dejarme ir. Se me ocurrió que tal vez un poco de televisión me entretendría sacándome de esa nebulosa emocional en la que tan absurdamente me había zambullido y la encendí. Era la hora del telediario, comunicaban como noticia de última hora que una mujer de mediana edad, aún sin identificar, se había arrojado, hacía algo más de una hora, bajo las ruedas de un autobús de línea urbana, el conductor no pudo frenar a tiempo para no atropellarla ni tampoco esquivarla, al parecer, según contaban algunos testigos, salió rauda desde la marquesina de la parada hacía la parte delantera del vehículo, el servicio de urgencias se personó rápidamente en el lugar de los hechos pero no pudo más que certificar su defunción.

Hasta ahora nadie la había reclamado ni había comparecido allegado alguno en el instituto anatómico forense para identificar el cadáver, al parecer, en el momento del accidente, la mujer llevaba las manos dentro de los bolsillos del abrigo, y, en una de ellas, entre los dedos, encontraron una nota manuscrita en la que se podía leer:

«Tanto esperar, y, ahora que consigo encontrarte, pasas de largo…» Eternamente tuya, J».

ROCÍO LEÓN MÁS | Granada

Recién llegada a casa de la facultad necesitaba despejarse de un día cargado de clases y prácticas en donde la maldita pandemia condicionaba todo. Se hacía complicado aprender así, pero era así como tocaba, al menos durante un tiempo. Decidió subir a una terraza que, a modo de solárium, utilizaba para relajarse disfrutando de las vistas, de la brisa marina y del sonido de los pájaros que revoloteaban.

Y fue precisamente uno, un agapornis amarillo, el que llamó la atención de Rocío mientras disfrutaba de los últimos rayos de sol del día. O no se había fijado antes o se había escurrido sigilosamente a una esquina del mirador sin que ella se percatase. El caso es que allí estaba, mirándola de frente, expectante a la reacción que ella tuviera, sin parecer que estuviera asustado. Ante su sorpresa, fue él el que tomó la iniciativa y se acercó prudente unos metros, como invitándola a presentarse, dejándose querer seguro de la bondad de la chica.

—Pero… ¿y tú de dónde has salido? —preguntó sonriendo, como si el ave supiera hablar, mientras muy despacio se iba acercando para no espantarlo. Cuando llegó a su altura pudo ver la mirada directa del pájaro como requiriendo algo una vez llegado hasta allí. Acercó su dedo índice estirado hasta ponerlo junto a las patas, no con cierto temor de poder llevarse un doloroso picotazo. Muy al contrario, el visitante plumado no dudó en subirse al dedo y recorrer el brazo de la joven hasta alcanzar su hombro. Allí, ya a la misma altura, intercambiaba miradas al paisaje con otras hacia su nueva amiga humana que hicieron olvidar a esta todas las penalidades de la jornada. —Menuda caradura y desparpajo tienes —le recriminaba entre risotadas que hacían temblar su cuerpo manteniendo al otro en constante juego de equilibrio.

Nora Haihoul Álvarez. 7 años

De pronto ella temió perderlo, que levantara un vuelo sin meta que lo alejara de allí a un destino incierto. Sin pausa, pero sin prisa, volvió a ponerle el índice delante de sus patitas y de nuevo aceptó la invitación, dejándose abrazar por la otra mano para formar un cerco de protección a su alrededor.

Piolín, que así llamó Rocío a su nuevo socio, se descubrió en seguida como un fiel compañero, noble y completamente integrado con el cuarto que compartían. Si tocaba estudiar, él se acurrucaba entre los dedos de ella y asistía respetuoso a la lectura del tema correspondiente; si se levantaba a la cocina, revoloteaba a su alrededor intrigado por donde iba; si paraba ante el espejo, se posaba en su hombro o cabeza para también mirarse coqueto. Incluso aprendió, sin que nadie se lo enseñase, a respetar el mobiliario haciendo sus «cositas» en una hoja de periódico ante el asombro de su amiga.

Todo era perfecto en su relación aunque la chica sabía que no podía atenderlo como debía por falta de tiempo, aparte de que en breve regresaría a su casa paterna por Navidad en un clima muy distante al cálido acostumbrado de las Canarias donde estudiaba. Mientras disfrutaba de los cortos vuelos y sonidos que Piolín le dedicaba cada vez que se reencontraban en su cuarto, ella pensaba cual podía ser el mejor futuro para el ave. Contactó, por fin, con un santuario para aves exóticas próximo que no dudaron en aceptarlo. Era una idea magnífica, en semilibertad, con otros de su especie, bien mirado y mejor tratado. Sin duda sería un buen destino y así coincidía con todo amante de los animales con el que consultó. En unos días pasarían a recogerlo y en todo momento estarían en contacto con Rocío para informarle de su adaptación y mandarle vídeos que lo probaran, a la vez que siempre podría ir a visitarle a su regreso de las vacaciones.

Transcurrieron un par de semanas hasta que todo pudo estar organizado para el pequeño viaje de Piolín a su nuevo hogar. Rocío pensó en todos los detalles del mismo para que fuera lo más confortable y menos estresante. Compró juguetes que lo entretendrían y barritas de esas que tanto le gustaban. «Seguro que todo va a ir bien», se convenció una vez lo vio partir en su jaula en manos de un cuidadoso biólogo.

Atrás quedaron lágrimas de despedida de una y sonidos agradecidos del otro que se fueron difuminando con el viaje de vacaciones y días de fiestas familiares.

Sin saber porqué, recién acostada en Nochebuena, retomó su mente las imágenes de aquel simpático personaje, cayendo en la cuenta que hacía ya varios días que no tenía noticias de él. De pronto se asustó. Intentó en vano contactar con los cuidadores. Pasó horas con una angustia injustificada que un triste mensaje de móvil confirmó: «Piolín se ha escapado».

Gritó en silencio, lloró y lloró, maldijo la hora que decidió separar sus caminos. Le había fallado y nunca podría encontrarlo. Sudando nerviosa, frustrada ante su error, ahogada en los hipidos de su pena, salió al balcón buscando despejarse con el frío de la noche. Y allí, en mitad del suelo de la terraza, encontró el cuerpo helado de su amigo que había arriesgado su vida con tal de reencontrarse con ella. Respiraba. Rápidamente lo recogió, y este, tras sentirse arropado en sus manos calientes, sacó fuerzas para entonar un silbido satisfecho de alegría que devolvió una sonrisa al rostro de Rocío.

La vida les daba una se-gunda oportunidad en plena Navidad.

ELÍAS FERNÁNDEZ VELÁZQUEZ | Granada

Papá era un cenizo. Todo le salía mal. No es una exageración. Os lo puedo jurar: decidía invertir en bolsa cuando no tocaba y perdía; si estaba bien en un trabajo, de inmediato se aburría y lo echaban; y los amigos que tenía, fueron desapareciendo con los años. En casa era como un fantasma. No hacía ruido y siempre deambulaba con la mano sobre el estómago en el lado de la úlcera, con un pelo que se le escapaba de la cabeza, cada día más gordo, cada día más torpe. Yo lo quería mucho porque era mi padre. Por eso y porque me enseñó a leer y a escribir.

Soy ambidiestro, es una habilidad única y todo eso… pero cuando eres pequeño te cuesta más. Mi padre también lo era y me enseñó a escribir con la derecha y con la izquierda. Era muy curioso, porque con la izquierda, teníamos el mismo trazo. Lo quería mucho, sí. Pero reconozco que era un plasta. Mis hermanas no eran tan benévolas. No le tenían el más mínimo respeto, os lo puedo jurar. Era una cosa horrible, ver como se burlaban de aquel pobre hombre.

Raúl Carmona Alarcón. 10 años

Mi madre, al contrario, era la luz de la familia. Siempre con buena actitud. No tuvo más ambición que criarnos y mantener aquel matrimonio. Y cada año estaba más guapa, cada año más alegre. Por eso mismo, no entendí que mi madre se entristeciera tanto cuando él murió. Nunca pareció muy enamorada de él. Siempre se quejaba de su mal genio y de su brusquedad. Él se resignaba con sus comentarios, y miraba hacia otro lado, como si no fueran con él. A veces me miraba con complicidad, orgulloso de su falta de tacto.

Pero, al morir él, mi madre se puso muy triste. No fue de golpe, fue yendo a peor cuando pasaron los meses. Yo la observaba preocupado y le preguntaba a mis hermanas «¿Habéis visto que mamá está peor por días?». Ellas reaccionaban levantando apenas la vista de sus móviles para volver de inmediato a su Instagram, pero eso es otro tema. Un día que no me esperaba en casa, vi como cogía del altillo una caja de zapatos, una de esas que se usan en las casas para guardar el belén y ese tipo de cosas. Sin que se diera cuenta, la observé abriéndola y desplegando una carta. Cuando empezó a llorar, volví sobre mis pasos y carraspeé para darle tiempo a esconder su secreto. Al día siguiente, cuando estaba haciendo la compra, cogí la caja y leí todas las cartas.

Yo no soy muy sensiblero pero os puedo jurar que me corrían lágrimas como puños al acabar. Para escribir así sobre mi madre, había que conocerla muy bien. Miré la fecha de la última carta. Fue justo un día antes de su muerte. El trazo era exacto al de mi mano izquierda. Comprendí que mi padre la quería tanto, que se puso a un lado y se dedicó a observarla, porque era en la contemplación de su mujer donde él encontraba la felicidad.

Sabía que mi madre fantaseaba con una relación que le sacudiera de encima el hastío de la rutina. En verdad, era un juego enfermizo. Si lo hubiera sabido antes los hubiera llevado a los dos al loquero, pero que fuera una locura no quita que, aquel hombre cenizo, fuera el mejor marido que mi madre podía tener. Hoy es nueve de noviembre. Mi madre, después de un luto de meses, vuelve a sonreír. Ha vuelto a recibir mensajes anónimos y hoy le llegará un ramo de violetas cuando no haya nadie en casa. Como todos los años, le preguntaremos «¿De dónde lo has sacado madre?» y ella nos dirá divertida, como en broma, «de mi admirador secreto...».

DORI DELGADO GARCÍA | Alcudia de Guadix

Amanece un día único. Un día más. Y no lo digo con el tono descuidado o quejumbroso de antes. Todo lo contrario. He pasado muchos de forma desapercibida, pero ahora soy consciente de lo que vale un día. Aún estoy muy asustado y tembloroso, a pesar de mis constantes progresos. Se agolpan las llamadas de teléfono a las que contesto emocionado y agradecido, aunque casi sin poder balbucear palabras. Después de varias semanas de hospital y algunas de UCI no sé qué contestar cuando me hacen preguntas triviales. Vengo de otro mundo, que desde fuera es imposible imaginar. Me he quedado paralizado como si una ola de frío hubiera atravesado mis entrañas. Más allá del virus y de todo lo que conlleva, he tenido tiempo, demasiado tiempo. Infinitas horas para pensar, para valorar, para añorar. Sin apenas contacto con el exterior, mis sesenta años han pasado por mi mente cuando abandoné el respirador y la sedación. Cada pitido de los monitores ha sido un aviso, un resorte en mi vida. Unas veces desvelado, otras dormitando. Pero siempre con angustia y desasosiego. En medio de una nebulosa he dudado como Segismundo si era yo o era un sueño, si más allá de los cables y aparatos mi respiración me indicaba que estaba todavía vivo y no muerto.

Viendo las huestes de sanitarios afanarse en salvar vidas, han desfilado ante mis ojos todos mis fantasmas y mis muchos años desperdiciados a veces en asuntos banales. Para mi sorpresa, no sé por qué he añorado tanto mi pueblo. Tenía todas las vivencias anestesiadas y ahora han ido apareciendo recuerdos y costumbres, paisaje y paisanaje como si fueran los capítulos de un libro. De mi libro.

Salí de allí hace muchos años, como la mayoría de mi generación. Nuestros padres se empeñaban en que estudiáramos y huyéramos de la miseria de la tierra y de la incertidumbre de las cosechas. No querían para nosotros el frío y las manos encalladas de la recogida de la aceituna ni los sudores estivales de la siega. Veían en la ciudad, la estabilidad, el renombre, el futuro próspero más allá de sus frentes arrugadas. Así fue como me alejaron, como me alejé del agua cristalina que corre por un laberinto de acequias árabes, de las lavanderas cantarinas, de los molinos harineros, de las azadas ásperas y pesadas para fecundar la tierra.

Cristina Otero Masearó. 12 años

Mirando al techo de la UCI he pronunciado nombres muchos años después como si estuviera aprendiendo a hablar: Aúte, Berral, Zalabí, Chiribaile, Era Alta, Cuñana, Llano Planta, Solanilla, Cerro Grande, Monterón. Ligados a sus nombres he pasado horas enlazando recuerdos y vivencias.

He acariciado las suaves curvas de la sierra repartiendo vida por regatas y bancales. He anhelado el azul intenso del cielo, la brisa de las alamedas y los enigmáticos maizales. Qué inolvidable es el brillo de la nieve en noches de luna llena. Los juegos infantiles por calles y plazas. Mis guantes de lana mojados por los chupones y la nieve. Los campos de alfalfa y trigo. El horizonte bordado de pinares. La tierra rojiza formando barrancos y cuevas. Las risas de los vecinos al fresco de las noches de verano o al calor de las lumbres de invierno. El desfile sin igual de sabores y olores a lo largo del año.

Las lágrimas resbalaban por mi piel hasta introducirse en mis oídos como un susurro estremecedor. La soledad y los cambios de ánimo me han hecho muy frágil. He oído agitación, trabajo incesante, silencios sin respuesta, entradas y salidas de camillas con vida, con muerte, con vidas al borde del abismo.

He querido volver a ser niño y que mi madre me arregle, me dé un trozo de pan con chocolate y me mande a la escuela, a las matanzas, a los aguinaldos, a comprar leche, al jueves ladrero. ¡Cuánta nostalgia!

Estaba tan sensible. Tiré del hilo de mi infancia para poder salvarme del laberinto del hospital y del invisible Minotauro. Los buenos recuerdos me distraían en los picos febriles y me calmaban el dolor muscular, aunque a veces las cefaleas, los vómitos y la tos asfixiante se convertían en inseparables compañeros de viaje.

¡Qué lejanos recuerdos! Muchas veces he querido volver con tranquilidad, pero al final, por uno u otro motivo, lo he ido posponiendo. Siempre he ido con prisas, por trámites, entregado a la rutina. ¿Cuánto me habré perdido? ¿Cuánto de lo de entonces quedará?

Se acerca la Navidad. He recordado a mi paisano Pedro Antonio de Alarcón, al niño Perico, que evocó las Pascuas de su infancia en 'La Nochebuena del poeta'. He buscado el libro en mi casa y he releído palabras eternas:

«En un rincón hermoso

hay un valle risueño...

Y después de tantos años me gustaría volver en estas fechas. Este año será distinto. No saldré de casa y solamente podré mirar a través de la ventana. Mi mente ya lo está preparando. Sé que me temblarán las piernas igual que nubes bamboleantes que saldrán a recibirme a la autovía. Esa será la primera señal. Y después, en un punto exacto, al doblar una curva, se empezará a ver la cumbre nevada de la sierra y esto abrirá las puertas del valle. El valle del río Verde, el valle del río Wadi Ash, el valle del río de la vida.

Caminaba apesadumbrado por la estancia, con las manos entrecruzadas a la espalda y la mirada empañada por los desvelos. Tras las ventanas, la mañana había amanecido luminosa pero helada. Los abedules que abrazaban la casa y se extendían desordenadamente hasta casi desaparecer, vestían un blanco y espeso manto, engrosado por la copiosa nevada recién derramada.

En el interior, el calor proveniente del hogar proporcionaba la calidez suficiente para que el anciano se mantuviera ajeno al frío invernal. Se aproximó a la chimenea. Allí, el crepitar de la leña en su abandono ante el fuego se convertía en el único sonido que arañaba el silencio. Se dejó hipnotizar por la danza irregular de la lumbre, proyectando en ella el discurrir de sus pensamientos. En su memoria se agolpaba una lluvia de imágenes y recuerdos milenarios: torpes letras, esbozos de palabras, torcidas líneas, coloridos dibujos y, sobre todo, la ilusión y el asombro centelleando en millares de ojos infantiles. Pero también el candor de las preguntas, la timidez y el retraimiento que provocaba a veces su presencia o la dulzura de aquellos rostros entregados al sueño en la mágica noche que los visitaba. Luego pensó en sus ayudantes, sus queridos elfos. Había vuelto a acercarse al taller la tarde anterior, sabiendo que los encontraría sumidos en el desánimo y la tristeza. Uno dormitaba en una postura imposible; otro, sentado, apoyados sus codos en la mesa, abarcaba su rostro con ambas manos en un gesto de aburrimiento. Más allá, otros se obstinaban, aún sin encargos previos, en su tarea de fabricar bicicletas, puzzles o muñecos. Y otros jugaban en silencio a los dados o las cartas. Pero no había alborozo, ni alegría, ni sonido alguno. Lejos quedaba el eco de las risas y las voces cantarinas que impregnaban habitualmente la estancia.

Y fue entonces cuando a los profundos suspiros prosiguieron sonoros chasquidos de lengua y, a estos, gruñidos y resuellos. Era tanta la desazón que apenas conciliaba el sueño las últimas semanas. Porque diciembre ya había dado sus primeros pasos y el tiempo apremiaba. Desvió la mirada hasta la mesa, otrora coronada por una inmensa montaña de papel que condensaba deseos y sueños. Ahora, sin embargo, los fardos y costales, siempre llenos e insuficientes, descansaban amorfos sobre el suelo.

Se aproximó al sillón, situado sobre una tupida alfombra junto a la ventana. Elno dormitaba apaciblemente sobre sus cojines, percatándose justo a tiempo de la llegada de aquel orondo y pesado cuerpo que se precipitaba irremediablemente sobre él. Profiriendo un maullido agudo saltó despavorido hacia una mesita cercana, haciendo caer un hermoso jarrón que rebosaba flores de Pascua y prendiendo un transistor antes de aterrizar iracundo sobre el suelo. La voz solemne del locutor estalló de repente: «… y no se superarán los cinco grados bajo cero en toda la región de Laponia…» Se abalanzó el anciano sobre el aparato a fin de apagarlo, quedando su mano suspendida en el aire mientras las siguientes palabras daban paso al noticiero: «Niños y niñas del mundo, tristes y desolados, claman por la salvaguarda de una de las tradiciones más emblemáticas de estas fechas. Y es que el cierre de las fronteras, a causa de la pandemia, pone en peligro la visita de Santa Claus hasta todos los rincones del planeta. Por su parte, gobiernos de todas las naciones insisten en que se está haciendo lo imposible para hacer llegar cuanto antes los millones de mensajes hasta Laponia...»

Los ojos del anciano se abrieron hasta no poder más. Y entonces comprendió. No había desaparecido la ilusión, ni el afecto, ni la esperanza. Sus queridos niños, sus queridas niñas... no se habían olvidado de él. Sonrió. Aquellas criaturas no sabían hasta dónde podía alcanzar la magia de la Navidad. Era hora de ponerse a trabajar, todavía restaba casi todo por hacer.

Pocos días después, un familiar sonido fue ganando intensidad conforme se aproximaba a la casa. El tintineo de alegres campanillas y cascabeles anunciaba la llegada de los trineos. A la vez que se dirigía a la puerta para recibirlos se encontró con la roja nariz de Rudolph pegada a los cristales buscándole con impaciencia. Salió y abrazó a sus fieles y nobles renos. En ese momento se sumaron los elfos, que bailaban y saltaban alrededor de los abarrotados sacos y costales que transportaban las primeras cartas. El anciano contempló la escena satisfecho y emocionado y es que, al fin y al cabo, resurgían los anhelos que, engarzados desde aquel rincón del Círculo Polar Ártico, iluminarían, cruzando el cielo, los confines del mundo.